Javier Flores
Vocación contra locura

Las modificaciones a los reglamentos universitarios aprobadas recientemente por el Consejo Universitario de la UNAM muestran, al entrar en operación, problemas muy serios que deberían llamar la atención de toda la comunidad académica y principalmente de las autoridades de esa casa de estudios. Resulta que más que servir para apoyar el mejoramiento académico, están propiciando serias deformaciones en el seno de la más importante institución de educación superior e investigación en el país.

Si alguien lo duda, véanse las declaraciones del ingeniero Leopoldo Silva, director general de administración escolar de la UNAM, en entrevista realizada por Adriana Díaz publicada el miércoles pasado en El Universal y que hasta ahora no han sido desmentidas.

Dice el funcionario que de los 23 mil 250 estudiantes del bachillerato de esa universidad que entran a los estudios superiores, todos mediante el pase automático --provenientes del Colegio de Ciencias y Humanidades y la Escuela Nacional Preparatoria-- solamente el 13 por ciento logró ingresar a su primera opción de estudio. Esto significa que poco más de 20 mil alumnos fueron a parar a escuelas y facultades alejadas de su principal preferencia vocacional. Aunque no dispongo del dato, es válido suponer que entre los jóvenes provenientes de otras escuelas y que presentaron y aprobaron en examen de admisión hubo algunos que corrieron la misma suerte, pues en sus solicitudes también se les pregunta por primeras, segundas o terceras opciones.

De este modo la Universidad llena su cupo con una masa de jóvenes que van a estudiar carreras que no quieren. Se puede argumentar, como siempre ocurre en estos casos, que es la decisión de cada solicitante, pues en sus documentos anota, de su puño y letra, las segundas o terceras opciones y además firma. Pero le queda a uno la sensación de que algo raro ocurre cuando entran en juego argumentos legaloides o administrativos. Además, si bien es cierto que al final de la preparatoria no todos los jóvenes han decidido plenamente la profesión con la que construirán parte de su vida, también lo es que muchos lo tienen plenamente decidido, pero se le exige llenar los espacios de segundas o terceras opciones. Así tendremos a ingenieros que terminan siendo licenciados en biblioteconomía, o psicólogos que terminan siendo geógrafos.

Pero quién les manda ser burros. Si el alumno tiene un promedio de 9 o 10 entra a la carrera que quiera. En efecto, Leopoldo Silva ante las quejas de que algunos estudiantes con buenas calificaciones no lograron ingresar la carrera que deseaban estudiar, señala que quienes hayan terminado la preparatoria en un lapso de tres años con promedio mínimo de nueve ``tienen un lugar en la carrera que hayan elegido, aunque se trate de una opción saturada'' y en un arranque de generosidad agrega: ``si hay alguien con este problema que venga a verme y si no se le puede asignar un lugar, renuncio''. No por favor ingeniero Silva no diga cosas que nos llenan de tristeza.

Surge de la nada una calificación de corte que es 9, cuando un estudiante que tiene 8 o 8.5 de promedio no me parece un burro, es más, a menos que las cosas hayan cambiado la calificación mínima para obtener una beca para realizar estudios de posgrado en México o en el extranjero es de 8. Pero esto no es lo más importante, lo realmente serio es que en esta argumentación hay una trampa, pues crea la ilusión de que por encima de todo se busca apoyar la excelencia académica. Esto no es cierto, pues además de los criterios académicos se añaden otros... como la velocidad.

En la entrevista a que hago referencia, Leopoldo Silva le entra a la numerología. Para alcanzar mil puntos, dice, un estudiante debe tener 10 de promedio en el bachillerato, haberlo concluido en tres años y no haber presentado ningún examen extraordinario. Para obtener 923 puntos se requieren los tres años y un promedio de 8.5; y para lograr 915 puntos, 8.3 y los tres años ¡uf! Pero observen la incongruencia, Silva añade a sus extraños números que si un estudiante tiene 10 de promedio pero terminó el bachillerato en 4 años tendría un puntaje de 845. O sea, se asigna más valor a la velocidad con la que se concluye la preparatoria que a las calificaciones que se obtienen. La valoración de la velocidad es un elemento ajeno a lo académico. Es como si el valor de una obra científica o artística se midiera por la velocidad con la que se produce. Si tanta importancia se le asigna a la rapidez, debería permitirse y propiciarse que la preparatoria pudiera estudiarse en 2 o en 1 año. Así un estudiante con calificación de 7 ó 6 podría rebasar fácilmente los 1000 puntos pensados como el máximo por Silva. Se trata auténticamente de una locura.

Que me perdone el director general de planeación escolar de la UNAM, pero yo pienso que un estudiante que tiene 9 ó 10 de promedio, es un alumno sobresaliente, puede ser que se tardó 4 años porque se le ocurrió invertir uno en aprender a tocar la guitarra eléctrica, para viajar a Europa, para trabajar, o porque se le murió su abuelita, o se enfermó, o simplemente no se le dio la gana ir un año a la escuela, se trata de un joven muy talentoso que ya no podrá escoger la carrera que desea estudiar porque lo burocrático se comió a lo académico en nuestra universidad. Por qué no, aprovechando su generosidad, les consigue un lugar en la facultad de su preferencia, y si no puede hacerlo, pues renuncie.