MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El gran final
Esta calle es muy ruidosa. Quizá nadie eche de menos un sonido metálico que extraño: taca, taca, taca, taca. Lo escuchaba siempre, a cualquier hora, anunciando la aparición de Zita. Murió el lunes, bajo el farol que está en la esquina, a las nueve de la noche. Tengo el dato preciso porque a esas horas, cuando repican las campanas de San Roque, cierro mi tienda. El lunes, antes de escucharlas, oí el golpe del costal contra el suelo: taca.
Zita tenía el rostro magro y curtido de un peregrino. Era pequeñísima, pero nunca imaginé que fuese tan delgada. Bajo las sucesivas capas de tela -todas pardas, de varios y extraños materiales- era imposible adivinar las proporciones del cuerpo desgastado por el hambre y el eterno ir y venir. El complemento de ese atuendo eran los restos de unas chanclas de fieltro que asordinaban, para inquietud de los vecinos, los pasos de la anciana considerada loca, bruja, estorbo, ¡una vergüenza!
Desde la primera hasta la última vez que recorrió esta calle vi a la trapera agobiada por el peso de un costal del que salía el golpe seco de objetos metálicos al chocar entre sí: taca, taca, taca, taca. Creíamos que eran latas o fierros que pepenaba y que su celo para proteger los desperdicios era simple manifestación de locura.
Por la forma en que se arqueaba la espalda de la vieja, comprendo que el peso debió resultarle muy gravoso; sin embargo, jamás aceptó liberarse de él, ni siquiera durante los breves minutos en que se detenía para recibir los mendrugos y la comida trasnochada con que la auxiliábamos.
Dicen que las personas que mueren siguen escuchando algunos minutos después de que su cuerpo queda preso en el rigor de la muerte. Ojalá que Zita haya oído mis palabras: pronuncié su nombre. También me hubiera gustado hablarle del mar.
Supe que lo adoraba porque la primera vez que entró en mi tienda para pedirme agua y vio un caracol que traje de Guaymas me describió una travesía gloriosa. Interpreté el relato como otro reflejo de su locura.
Acabé por considerar a la vieja completamente alienada a medida que fue hablándome de aplausos ensordecedores, marquesinas, ramilletes de orquídeas, hombres ávidos de su belleza y dispuestos a corromperla.
Siempre disfracé mi incredulidad tras una sonrisa. A la trapera jamás le pasó inadvertido mi gesto. Para demostrarme su reproche se iba sin despedirse, escoltada por su eterna compañía: taca, taca, taca, taca.
Las apariciones de Zita despertaban muchas inquietudes entre mis vecinos del barrio. Una vez alguien comentó: ``Esa señora ya está muy grande. Cualquier día se nos muere a mitad de la calle y nos meterá en un lío''. A partir de ese momento consideré la posibilidad de localizar a la familia de Zita y pedirle su ayuda. Con ese objeto, una tarde en que llegó a buscar agua le pregunté su nombre a la trapera. ``Zita'', contestó mientras la saliva escurría de sus labios. ``¿Y qué más?'' insistí. La vieja aspiró con fuerza. Al breve tintineo que se escapó de su costal siguió la contestación: ``La Magnífica. Zita la Magnífica''.
La respuesta, lejos de servir a mis fines, confirmó mi teoría de la locura, me recordó el desamparo de la anciana y me inspiró a decirle que iba a regalarle alguna ropa. Ella me miró extrañada. Creí que no me había entendido. Me acerqué aún más y venciendo mi repugnancia tomé el extremo de uno de los girones pardos en que la anciana estaba envuelta. ``Esto -le dije en tono demasiado alto- no la cubre. Creo que podemos tirarlo. ¿Cuándo regresa para que le tenga la ropa lista?'' Los labios de Zita se apretaron en señal de disgusto.
Azotó el pocillo contra el mostrador y murmurando frases incomprensibles, de las que alcancé a entender una sola palabra -``reina''- se alejó más rápido que de costumbre. Taca, taca, taca, taca.
Zita se ausentó del barrio durante varias semanas. En todo ese tiempo mi curiosidad hacia la trapera fue creciendo; en cambio, mis vecinos celebraron su desaparición: ``Ojalá que no vuelva: la veo y me deprimo'', ``A mi hijo lo asusta'', ``Cuando esa vieja no está la cuadra me parece menos fea''.
Me atreví a decir que Zita quizá había sido una persona importante. Todos se burlaron. Para sustentar mi argumento repetí algunos de los relatos desordenados que Zita me había hecho y bosquejaban un pasado triunfal.
Las carcajadas resonaron más fuertes. Entre todas escuché un consejo: ``Ya mejor no le dé agua ni hable con ella porque si no acabará contagiándola de su locura''. Pensé que mis vecinos tal vez tuvieran razón. A las nueve, después de oír las campanas de San Roque, bajé la cortina de mi tienda y luego estrellé contra el suelo la taza en que Zita solía beber. Taca, taca, taca.
Durante las semanas en que Zita desapareció me detuve muchas veces a mitad de mi trajín para tratar de distinguir el sonsonete de su carga entre el ruido de la calle. Sin confesárselo a nadie, estaba decidida a ver la carga del costal. Quizá estuviera lleno de trofeos, acaso Zita fue realmente una gran artista. Bajo la luz de esta suposición reconsideré la personalidad de la trapera: tenía algo especial, majestuoso, fascinante.
En cuanto a su atuendo, los girones de tela bien podrían ser parte de los vestuarios fabulosos que la convirtieron en reina, diosa o cortesana.
El lunes iba a cerrar mi tienda cuando creí escuchar el traqueteo metálico que anunciaba la presencia de Zita. Muchas veces había tenido la misma ilusión sin que al final encontrara más que la calle árida y chata. Seguí acomodando los envases pero enseguida me distrajo de nuevo el sonsonete; taca, taca, taca, taca. Luego escuché un gemido y tuve uan corazonada. Salí a la calle en el preciso instante en que Zita se desplomaba junto al farol de la esquina y corrí para auxiliarla.
La luz amarillenta caía sobre el rostro de la mujer que, vencida por el cansancio y los años, no apartaba los ojos de mí. ``Zita, ¿me oye?'' Su gesto no se alteró. Entonces dije: ``Zita la Magnífica... ¿Le traigo un poco de agua?'' La anciana movió la cabeza en dirección al sitio donde había quedado su carga. La respiración de la moribunda se normalizó al sentir el bulto cerca. Luego, como si adivinara mi curiosidad, se aferró a él con ansia: en eso consumió Zita el último instante de su vida. Escuché las campanas de San Roque. Sentí miedo y pedí ayuda. No obtuve respuesta. En la calle sólo estábamos Zita, yo y aquel bulto que me atraía de manera irresistible. Alargué la mano decidida a desatar el lazo que ahorcaba la boca del costal. Antes de que pudiera hacerlo, sentí clavados en mí los ojos de Zita que, de la orilla de la muerte, seguía protegiendo su tesoro: el secreto.
Más tarde, cuando los de Protección Social metieron el cuerpo de Zita en una bolsa negra, les pedí que también guardaran allí el costal. Quizá haya contenido los trofeos de que algunas veces me habló la anciana; es posible que ella realmente haya sido una gran actriz y no una trapera. No importa. De todas formas su final habría sido el mismo. Taca.