La Jornada sábado 16 de agosto de 1997

¿LOS NIÑOS, PRODUCTOS DESECHABLES?

El representante de la UNESCO en México, Germán Carnero Roque, acaba de advertir sobre la tendencia muy concreta al aumento de la violencia contra los niños de la calle en la ciudad de México, de un modo similar a lo que sucede en muchas otras capitales. La misma, dijo, debe ser contrarrestada y detenida a tiempo para evitar el deterioro de los valores humanos.

Estos, en efecto, están amenazados por la idea brutal de que quienes no producen (sean ellos niños, enfermos, ancianos, inválidos, dementes) sobran y son una carga para la sociedad e incluso una amenaza para los adultos jóvenes, sanos y que pueden competir en el mercado, el cual se caracteriza por el ``libre'' enfrentamiento de individuos ``libres'' y prescinde por completo de la idea colectiva de humanidad.

A esta amenaza general contra los niños y todos los menos protegidos se agrega el proceso de destrucción de las viejas solidaridades comunitarias o familiares y el surgimiento en las familias mismas, ante la terrible presión de la crisis económica y de la crisis de los valores milenarios, de la violencia física contra quienes no pueden defenderse, como forma de desahogarse de las permanentes humillaciones y de la violencia social que sufren los sectores más pobres y marginales.

El resultado es la transformación del niño en una herramienta, para la mendicidad, la explotación laboral o el aprovechamiento sexual, su venta llegado el caso, su utilización en el lucrativo mercado de lujo de la pornografía y la pedofilia o su eliminación lisa y llana, del mismo modo que se quitan de la vista los perros sin dueño que pueden transmitir la rabia, como ha sucedido en algunas grandes capitales brasileñas.

Otros países donde la tradición comunitaria y familiar es menor y, en cambio, tienen en su historia un pasado reciente de esclavitud y promiscuidad, están desgraciadamente a la vanguardia de esta tendencia a la muerte de una sociedad con valores solidarios, pero lo sucedido con los niños y niñas víctimas en el Distrito Federal del cuerpo policial de los Caninos o el caso de la pequeña Yéssica Díaz, en Durango, muestran que ningún país puede considerarse ajeno al peligro de la instauración de la ley de la selva en los conglomerados urbanos.

Un ejemplo lo acaba de dar incluso la civilizadísima y catoliquísima Italia, donde un concejal napolitano propuso irónicamente que a los pequeños delincuentes reincidentes se les pintase de azul, para que fuesen reconocibles a simple vista, y la prensa y los partidos ``bienpensantes'' discutieron en serio, aprobándola u oponiéndose a ella, esa sugerencia dictada por el humor negro, como si ella fuese posible y no descartable sin más, por inhumana y aberrante.

En ese mismo país, la derecha acaba de proponer la creación de campos de concentración para los inmigrantes, sin diferencia de edad ni sexo, y algunos criminales han incendiado casas rodantes de gitanos ocupadas por familias enteras que estaban durmiendo.

La prostitución infantil en Filipinas o República Dominicana, igualmente cristianas, o en Tailandia, que es budista, muestra que las religiones que asumen como valor la solidaridad y la caridad no bastan como freno y que es necesario, sobre todo, crear el cemento ético general, social, que sólo puede ser la democracia.

El problema de la violencia contra los niños, en efecto, es sólo una expresión terrible del crecimiento paralelo de la miseria material y moral y de la idea ``moderna'' de que la vida de los seres humanos es también un valor de uso.

Por eso hay que combatir con energía sistemática todo lo que engendre la idea de que quien no produce es desechable.