Bernardo Bátiz V.
Cambio en la Cámara de Diputados
Cuando fui diputado por vez primera en la cuadragésima octava legislatura (1970-1973) en el neoclásico recinto de Donceles y Allende, la mayoría priísta era abrumadora; los pocos diputados de oposición teníamos a lo sumo el derecho de argumentar en la tribuna y eso frecuentemente hostilizados por los gritos de las galerías y finalmente el de, con unos cuantos votos en contra, dejar un testimonio para los curiosos que quieran consultar el Diario de los Debates.
En ese escenario con reminiscencias de novela de la revolución mexicana, objeté inútilmente la candidatura al Senado de don Martín Luiz Guzmán, quien por capricho de Echeverría llegó a la Cámara Alta y debatí con Alfredo Bonfil sobre la demagogia de la Ley de la Reforma Agraria.
No había entonces oficinas para los diputados, ni asesores que los auxiliaran en investigación o estudio, ni siquiera mecanógrafas a quienes dictar un proyecto o una intervención; el personal estaba todo al servicio del PRI. A fuerza de insistir, los grupos parlamentarios de entonces, entre los que el mayor era el de Acción Nacional, logramos tener una mesa de juntas en un salón común en el que apenas cabíamos. El PRI lo era todo y al PRI lo representaba sin discusión alguna el presidente de la Gran Comisión, Pastor Mayor que manejaba no sólo el rebaño, sino el presupuesto, recibía las consignas del Ejecutivo y decidía todo, desde quién hablaría por su grupo hasta la hora en que empezaría la sesión, no se diga acerca de prebendas, viajes y comisiones.
Menos de treinta años después, y gracias a la presencia tenaz de los ciudadanos en las urnas y de los diputados de minorías en la Cámara, las cosas cambiaron y hoy los grupos parlamentarios cuentan con equipos auxiliares que les permiten desempeñar decorosamente su importante función y tienen espacios y equipo de trabajo, y si bien no se comparan con los que se proporcionan a legisladores de otros países, sí al menos podemos ya calificarlos de decorosos.
Uno de estos cambios consistió en que en algunas legislaturas recientes, el partido mayoritario, conocido como ``oficial'', ya no contó con el número suficiente de legisladores para modificar él solo la Constitución y tuvo que comprar en unos casos a grupos que lo permitieron y aliarse en otros para sacar adelante sus proyectos.
Ahora las cosas cambian de fondo. En conjunto cuatro partidos de oposición constituyen una mayoría que se ha propuesto ``dignificar'' al Congreso y proponen al PRI de entrada, y por lo pronto, varios puntos de acuerdo que parecen insólitos, pero que en otros congresos del mundo son cosa de todos los días. Lo que pasa es que aquí apenas comenzamos un proceso de asimilación de la nueva composición política, no sólo del Poder Legislativo, sino de la ciudadanía que dio su grito de libertad el 6 de julio.
Una de las propuestas es la de integrar en forma paritaria el órgano de gobierno de la Cámara, que ya no será la antigua gran Comisión sino la Comisión de Régimen Interno y Concertación Política y que de acuerdo con la ley deberá estar integrada por los coordinadores de los cinco grupos representados en la Cámara; con esta nueva conformación del órgano directivo, necesariamente los funcionarios, oficial mayor, tesorero, vocero oficial y otros, tendrán que ser nombrados por consenso para que sirvan al cuerpo parlamentario en su conjunto y no como había sido tradición, preferentemente a quien los nombraba y de quien dependían.
Las comisiones tanto las de dictamen como las jurisdiccionales y las de servicios tendrán que ser ahora integradas en forma más equitativa y sin que en cada una de ellas tenga mayoría alguna de los partidos; las presidencias y las secretarías de las mismas tendrán que ser distribuidas también proporcionalmente entre los grupos parlamentarios.
Todo esto, no es peccata minuta, son cuestiones de fondo que significan en su conjunto pasos muy importantes para que el trabajo legislativo sea mucho más eficaz e independiente, de tal modo que estos cambios tienen como verdadera finalidad no un reparto de cargos o puestos administrativos, sino de responsabilidades tendientes a fortalecer a un poder que por décadas estuvo sujeto a la postergación por parte del Ejecutivo, al desprecio generalizado de los ciudadanos y a ser tan sólo el formalizador de las decisiones que se tomaban fuera de su seno.