En pocos días más, la medianoche del 15 de agosto, India cumplirá 50 años como nación independiente. En medio de las celebraciones oficiales y los discursos de ocasión, habrá probablemente poco espacio para evaluar fríamente los resultados de aquélla que fue (junto con China) la apuesta más importante del mundo de la posguerra para salir del atraso económico. Medio siglo es tiempo suficiente para hacer balances. Veamos entonces algunos datos sintéticos.
Cuando hablamos de India hablamos en la actualidad de un país con un PIB per capita inferior a los 400 dólares anuales, en el cual el analfabetismo de la población adulta alcanza poco menos del 50 por ciento (más del 60 por ciento entre las mujeres) y donde más de la mitad de la población económicamente activa trabaja todavía en agricultura. Para decirlo brutalmente, algo falló. No obstante los éxitos recientes registrados en las exportaciones de máquinas, herramienta y otros productos manufactureros de no muy alta intensidad tecnológica, no obstante que India ya no sea el país en el cual las hambrunas podían producir centenares de miles de muertos, sigue siendo un país con todas las estigmas del subdesarrollo.
Para decirlo ráidamente: una población que crece más rápidamente que los recursos, una fragmentación social aguda entre modernidad y arcaismo, una corrupción pública que va de los rangos más bajos a los más altos del Estado, una agricultura dividida entre pocos espacios de alta eficiencia y escaso empleo y muchos espacios de baja eficiencia y mucho empleo.Hace cinquenta años India nació como país indedendiente y su primer acto fue la segmentación que la dividió, al costo de medio millón de muertos, entre India y Pakistán. Desde entonces, ocurre pensar, las divisiones internas de esa que fue una de las grandes civilizaciones mundiales no han hecho que conservarse. La violencia asociada a los conflictos comunales ha seguido allí junto con el periódico estallido del salvajismo religioso. Hay que reconocer que la tarea de construir un camino de desarrollo y de integración nacional no era (ni es) fácil en un país en el cual se hablan 15 idiomas y más de doscientos dialectos, donde seis religiones compiten entre sí para hegemonizar el fanatismo y el deseo de consuelo trascendental de poco menos de mil millones de habitantes. Pero, más allá de las dificultades específicas asociadas a un universo cultural único, hay por lo menos dos aspectos en los cuales la historia del último medio siglo dificilmente podría ser indicada con palabras distintas que derrota o frustración.