Middelbury Ť En este pequeño poblado de Vermont hay una sola librería en la calle comercial de tres cuadras, suficiente para un nuevo encuentro misterioso a lo Dashiell Hammett con Salman Rusdhie, como la última vez en Portugal. En un estante muy al fondo, trastejeando siempre como buen vicioso de los libros, he hallado una edición muy reciente de La sonrisa del jaguar, su libro de memorias sobre Nicaragua escrito hace 10 años y que, para mi sorpresa, tiene un prólogo suyo de hace escasos meses.
Aquel título venía de un estribillo sobre una muchacha que sonreía paseando a lomo de un jaguar; volvieron del paseo, ella dentro de la panza, y su sonrisa en la cara satisfecha del jaguar. La muchacha era Nicaragua. Dónde habría de quedarse esa sonrisa, era la pregunta del ceremonioso viajero hindú entonces, y en cuál panza la muchacha. ¿En la de Estados Unidos o en la de la revolución?
La verdad es que Nicaragua sigue andando a lomo de algún jaguar, aunque no sonría. Pero ese prólogo de ahora abre preguntas diferentes. Lo he leído allí mismo, con premura, como si entre los dos, yo de pie junto al estante de la librería y Rushdie desde la página, desenterráramos el recuerdo de la revolución perdida.
Y siento que quiere ponerse al día sobre lo escrito una década atrás, y quiere revisar sus creencias de entonces, explicar el porqué de su viaje a un país que una generación posterior en el mundo, la generación global del fin del siglo, ya no recuerda, y la generación que la vivió, recuerda mal. Por desgracia, esa revolución sólo dos términos hizo universales: contra y piñata.
No es fácil intentar semejantes explicaciones mirando atrás. Pero por debajo de esa pretensión en la que necesariamente falla, siento llegar su nostalgia que es la mía, la nostalgia de quien vuelve a formar en la memoria escenarios ya desaparecidos, para lo que sobran las explicaciones. Le ocurre al escritor y le ocurre al lector.
Ha preguntado, de lejos, por el país lejano. Le han dado versiones diferentes, explicaciones, informaciones algunas de ellas erradas. Es lo que pasa siempre con las indagaciones por los lugares y las gentes que ya no se han vuelto a ver más. Toda una década.
Lo recuerdo entrando a mi casa en Managua para la fiesta de despedida con los escritores nicaragüenses, vestido con traje ceremonial blanco, como una de esas misteriosas imágenes barbadas de Pasaje a la India, el ojo gacho que le daba un aire de observador distante; el taumaturgo de Bombay que ya había escrito Hijos de la medianoche, su gran alegoría imaginativa. En pocos días había estado por todo Nicaragua y su memoria de viaje sigue siendo espléndida, llena de humor y de agudeza. También Mark Twain pasó por aquí antes de ser célebre. Y Malcolm Lowry. Todavía no estaba Rushdie sentenciado a muerte. La revolución, sin que el huésped y su invitado lo adivinaran esa noche, sí.
Fue en el verano de 1993 cuando nos vimos la última vez en Porto, según recuerda él en el prólogo, con motivo de un festival juvenil de la Internacional Socialista en el que los dos debíamos hablar. Con grandes secretos los muchachos organizadores me llevaron a la entrevista, para venir a dar después de muchas vueltas a otro hotel, casi frente al mío, en la misma calle, una página de misterio bufa si no fuera por la seriedad terrible de la amenaza de la fahta medieval que pesaba sobre su cabeza, con su sombra de muerte, tras la publicación de Versos Satánicos, y sigue pesando.
Entró al cuarto del hotel, que no era evidentemente el suyo, y el hotel tampoco, seguido de los policías portugueses y los agentes de Scotland Yard que se quedaron en la puerta, y nos abrazamos con alegría. Lo encontré con más peso, como leo ahora que él me encontró a mí, y pálido, con esa palidez y gordura aposentada de las largas reclusiones, el párpado aún más caído, hastiado del encierro, de los guardespaldas, de su vida a salto de mata. Yo, ya sin guardespaldas, lo entendía como nadie.
Quería saber qué había pasado en Nicaragua en esos años, qué había sido de tanta gente después de la derrota. En el prólogo que ahora leo, sus preguntas siguen aún pendientes. Sus decepciones se parecen a las mías. Y su nostalgia me atrapa con virulencia en este lejano lugar del nuevo encuentro, otro verano caluroso en Middlebury como aquél de Porto cuando el taumaturgo de Bombay se fue como había llegado, condenado a vivir en secreto pero dispuesto a no dejar de escribir nunca.