La Jornada Semanal, 8 de agosto de 1997
Eduardo Hurtado, editor de poesía de La Jornada Semanal, acaba de publicar su más reciente volumen de poemas, Puntos de mira. En este ensayo, leído para presentar la colección Tristán Lecoq de Trilce Ediciones, Hurtado se ocupa del géneroÊfundador de la literatura que, sin embargo, es el más difícil de editar: la poesía.
Para James Laughlin, fundador de New Directions, una de las editoriales más influyentes de este siglo, "la única forma de promover la poesía es de viva voz". Hacia la década de los cuarenta, New Directions surgió al mundo editorial con una lista de autores que hoy podría aparecer como un breve recuento de literatura de vanguardia en lengua inglesa: William Carlos Williams, Henry Miller, Tennessee Williams, Dylan Thomas, Kenneth Rexroth, Gary Snyder, Denise Levertov y muchos otros.
En los años en que trataba de convencerlo de que tal vez no era tan tonto como para no aprender a imprimir un libro sin que alguna página apareciera de cabeza, Ezra Pound le advirtió a Laughlin que el público en general tarda por lo menos 20 años en aceptar una obra capaz de proponer algo nuevo. El cálculo resultó particularmente certero en el caso de New Directions: 23 años después de haber lanzado su primer título, la empresa comenzó a operar con alguna ganancia.
Laughlin siempre consideró que los mastodontes editoriales no harían mucho por lo que él llama "literatura seria", la cual estaría conformada, de acuerdo a su propia definición, por aquellos libros que si bien no resultan revolucionarios, sí son al menos experimentales. "Literatura poco seria era lo que las grandes casas querían y hacían", comenta Laughlin en entrevista con Eliot Weinberger, y concluye: "no me parece objetable hacer dinero, pero es un hecho que los conglomerados editoriales no se ocupan de los autores que se arriesgan".
Tales opiniones, sostenidas por un hombre que además es un poeta muy respetable y un agudo ensayista, expresan muy bien algunas de las contradicciones que deben encarar quienes se proponen la doble tarea de publicar buenos libros, en particular buenos libros de poesía, y además conseguir que circulen, que se vendan: se trata, como en todo comercio, de llegar a un público, de realizar una transacción exitosa, sin sacrificar el deseo de dar a conocer una literatura que valga la pena, en ediciones bien hechas y, por si fuera poco, accesibles.
El mero afán de lucro no es la única desviación que un editor de poesía debe sortear; esa ambigüedad, tan común en algunos medios de la cultura, con la que se desea y se teme el éxito, representa un descarrío de igual o mayor importancia. Gabriel Zaid define el caso con puntería: se quiere que los libros estén a la mano de muchos, pero una mala conciencia que considera al comercio del libro más noble que todo comercio estorba esa intención. Zaid mismo ofrece algunas reflexiones que intentan despejar el dilema: "Vender flores, ¿no es vender un milagro?, ¿no es vender gracia?[...] Está muy bien sentir que los libros no son mercancía sino diálogo, revelación, pero no para despreciar el comercio sino para recordar que, en último término, todo es mercancía, objeto de intercambio y de cultura."
De todos modos, no es lo mismo comercializar una novela histórica o policiaca, con todas las dificultades que estoÊimplica, que aventurarse a poner en el mercado un libro de poemas, esos objetos que alguna vez, cuando se acierta al gran premio, resultan extrañamente armónicos, pero que las más de las veces no son sino unos raros artefactos cacofónicos, según los define el poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen. Todo editor de poesía sabe, o debería saber, que esos objetos se originan en un uso ritual de las palabras y que, por lo tanto, el proceso de aceptación y comprensión por parte de un público de todas formas escaso resulta lento y complejo. Y no es que se trate de objetos confeccionados con el propósito de resultar inaccesibles, ni mucho menos; lo que sucede es que su ambición de absoluto, de contener en sí mismos una nueva realidad, demanda una comunión apasionada por parte de aquellos que se proponen conocerlos. Para Octavio Paz, la dificultad de entender la poesía escrita desde Rimbaud y Mallarme no proviene de su complejidad, sino de que exige, como la mística y el amor, una entrega total. Y es que su aspiración es una desmesura: abolir las significaciones, ser ella misma el significado último de la vida.
No obstante, para el poeta de verdad esta empresa insensata nunca queda en un acto de soberbia; por el contrario, mientras más profundiza en su oficio más se descubre a sí mismo como un mero intermediario. Cito de nuevo a Westphalen: "Más le es dado y más recibe el autor de lo que él pone. Es el que transmite y a ratos consigue sin quererlo la metamorfosis feliz." "A ratos" y "sin quererlo" son precisiones muy atinadas, porque resaltan el carácter transitorio y un poco casual del hallazgo de la poesía, lo mismo para quien la escribe que para quien la dice o la escucha.
Se ha comparado ese hallazgo con la incandescencia, estado luminoso de los cuerpos a temperaturas muy elevadas. Pierre Reverdy ha dicho que la poesía "es a la vida como el fuego a la madera". Impreso en la página, guardado entre los forros y otras páginas, el poema, esa brillante larva de inmensidad, queda ahí como un milagro de tiempo suspendido, a punto de volver a existir, siempre por un momento, en estado de dicción. Un poema, precaria maravilla, no es sólo la expresión de una idea o de una emoción: es el encuentro relampagueante del poeta (y de cada lector) con algo que no esperaba, tal vez con un sitio al que no hubiera sabido ni querido llegar por sí solo. La poesía es, entonces, una dádiva, el resultado de un momento de gracia.
Para Giuseppe Ungaretti, la poesía se expresa cuando las cosas que al hombre le resultan más queridas, aquellas que representan la razón misma de su vida, se le revelan en su verdad más humana, "aunque en una vibración que casi parece sobrepasar sus fuerzas y que no puede ser jamás conquista de la tradición ni del estudio, aun cuando esté destinada a alimentarse sustancialmente tanto de una como de otra". Frutos de una experiencia profundamente personal, los poemas que de verdad nos conmueven llevan el signo inconfundible de la individualidad que los expresa y, al mismo tiempo, esos rasgos corales que los vuelven potencialmente asequibles a todo ser humano.
Como facultad de la especie, la poesía es un puente entre el hombre individual, su época y los días por venir; entre lo vivo, lo muerto y lo que no ha nacido. Por lo tanto, es asimismo un diálogo con los seres que se han ido y cuyo espíritu vuelve a expresarse como voz y presencia. Tal es el origen de la colección Tristán Lecoq, de Trilce Ediciones: el reencuentro con un amigo desaparecido que, a través de la poesía, nos dejó la visión de un jardín en ruinas y el sueño de reconquistar su esplendor (_lvaro Quijano, Este jardín es una ruina, col. Tristan Lecoq, México,Ê1995).
Y aquí me gustaría regresar a las palabras de Laughlin: "La única forma de promover la poesía es de viva voz." NadaÊmás cierto. La difusión de la poesía la han asumido siempre unas cuantas personas a través de los medios más antiguos y más inmediatos, casi de boca en oído. Baste un ejemplo cercano y muy a propósito: en 1922, César Vallejo publicó Trilce, obra cardinal de la poesía moderna, en español y en cualquier lengua; el libro, editado en los talleres de la penitenciaría donde el cholo estuvo preso durante varios meses, enfrentó la más dura incomprensión de la crítica y los lectores. Más de 20 años después, en España, ya muerto Vallejo, algunos de sus poemas circularon subrepticiamente en hojas mecanografiadas, y éste fue un punto de partida para que su obra comenzara a conocerse en todo el mundo, incluso en el Perú.
Sin pretender resolverla, vuelvo a insistir en la paradoja que es editar libros de poesía, un género que escoge caminos propios para que su transmisión resulte efectiva y persistente. Como sea, frente al barullo de los grandes tirajes, sin duda es saludable este remanso de los mil ejemplares, tan característico de una forma de escritura que, como quería Villaurrutia, le exige a sus adeptos "estar en el secreto".
En este espíritu, unos cuantos amigos reunidos en torno a esta pequeña empresa editorial compartimos la aventura de hacer gustosamente, artísticamente, todo lo que hay que hacer para producir y poner a circular un libro de poemas. Quizá no esté de más mencionar a los integrantes de este grupo, no para cubrir el trámite de los mutuos reconocimientos, tan enfadoso, sino para revivir el placer antiguo, religioso y poético, de llamar a cada uno por su nombre: Cheli Becerra, Mariana González, Alejandro Hernández, Marcela Hernández, Angélica Hernández, Deborah Holtz, David Huerta, Fernando Islas, _ngel Jaramillo, Diana López Font, Carlos Mapes, Juan Carlos Mena y María Tello, autora de las viñetas del más reciente título de Tristán Lecoq: El turno del aullante, del poeta Max Rojas.