La Jornada Semanal, 8 de agosto de 1997



RECUERDOS DE PAULO FREIRE


Guillermo Almeyra


El escritor argentino Guillermo Almeyra es experto en geopolítica y editor, con Adolfo Gilly, de la revista Vientos del sur. En estas páginas evoca la vida y la obra del pedagogo brasileño Paulo Freire. En nuestra sección "Libros", Mabel Bellochio se ocupa del último libro de Freire.





En los tempranos cincuenta, por esos azares de la política argentina, fui a dar al Brasil. Allí escuché hablar por primera vez sobre un pedagogo innovador que alfabetizaba adultos en Pernambuco, con nuevas ideas basadas en la experiencia concreta, en la madurez de los educandos y en la conciencia plena de la verdad elemental y obvia, pero negada en la vida cotidiana hasta entonces, de que el desconocimiento de una técnica (como la escritura) no implica falta de conocimientos ni de capacidades.

Después del golpe de 1964 contra el presidente Joao Goulart, me tocó colaborar con brasileños partidarios de Lionel Brizzola (el ex gobernador de Río Grande do Sul y cuñado del presidente depuesto), que intentaban volver ilegalmente a su país por la frontera nororiental argentina, para organizar ahí la resistencia contra la dictadura militar. Nuevamente el nombre y la experiencia de Paulo Freire, que había colaborado con el gobernador izquierdista de Pernambuco, Miguel Arraes, aparecieron a cada rato en las conversaciones que, en una casa de Olivos, un suburbio chic del norte de Buenos Aires, manteníamos con grupos de jóvenes conciudadanos del pedagogo (militares, obreros, estudiantes, profesionales) entre una y otra discusión sobre los detalles técnicos de su transporte hacia la frontera y hacia la victoria, la cárcel o la muerte.

Muchos de los exiliados brasileños, entre los cuales estaba el mismo Freire, pasaron también por Bolivia hacia Chile, donde se acercaba el triunfo (y después la presidencia y la trágica muerte) de Salvador Allende, el médico de los pobres, el sembrador de esperanzas. En ese país, la dictadura de Pinochet obligó después a un nuevo exilio precipitado a muchos de los que previamente habían huido de la apenas anterior de Castela Branco.

Yo en ese entonces, a comienzos de los setenta, colaboraba en Roma con el secretariado del Tribunal Russell II, nueva versión para América Latina del que había presidido el filósofo y científico británico y que había condenado la guerra de Vietnam. El fundador del nuevo Tribunal (en cuyo jurado participaban Cortázar, García Márquez, el sindicalista italiano Tridente, el defensor francés de los presos argelinos Matarasso, el líder yugoslavo Dedijer, entre otros) era el ex partigiano socialista Lelio Basso, entonces senador y dirigente del Partido Socialista de Unidad Proletaria (PSUP), una importante escisión de izquierda del viejo Partido Socialista Italiano. Pero el centro animador, el que se encargaba de todos los asuntos cotidianos y prácticos, era Linda Bimbi con su equipo de "chicas", como yo las llamaba, o sea un grupo izquierdista de monjas brasileñas, muchas de ellas nordestinas, que la reconocían como su abadesa y que vivían en comunidad sin que, a primera vista, se pudiera percibir su carácter religioso.

Linda y algunas de sus colaboradoras habían trabajado con Freire durante el gobierno de Arraes y, por lo tanto, nuevamente escuché hablar del pedagogo, sobre todo porque conseguimos traer a Arraes a la capital italiana, y con él a muchos prófugos chilenos, casi todos los cuales nos hablaban, en uno u otro momento, del alfabetizador. Además, Paulo Freire había recalado en Ginebra, cuyo principal atractivo consiste en que está cerca de París o de Roma, o sea, en la posibilidad sobre todo monetaria de escapar a lugares menos burocratizados. De modo que no faltó ocasión para ver a Freire durante sus breves estadías romanas, en las que, naturalmente, aprovechaba el ambiente brasileño y progresista del Tribunal.

Después le perdí brevemente de vista. Para un sudamericano sin un centavo y totalmente fuera de la gracia del cuerpo diplomático de su país, no existían entonces en Roma sino tres posibilidades de trabajo: el Tribunal, donde colaboraba ya, pero gratuitamente; la Agencia Interpress Service, dirigida por el ítalo-argentino Roberto Savio, autor de un interesantísimo y entonces reciente documental en Bolivia sobre el asesinato del Che Guevara, y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, la FAO. Estuve pues en IPS y de allí pasé a la FAO. Ambos trabajos me pondrían nuevamente en contacto con Paulo Freire, que vivía en Suiza buscando algo más estimulante.

En esa primera mitad de los años setenta, yo había seguido muy de cerca la revolución independentista en las colonias portuguesas y particularmente en Guinea Bissau, dirigida por el Partido Africano de Independencia de Guinea Bissau y Cabo Verde (PAICG) cuyo líder era Amílcar Cabral. ƒste _el único universitario guineano que los portugueses habían formado en más de 400 años de colonización_ atribuía, como es obvio, gran valor a la alfabetización y a la educación de adultos, pues su propia experiencia le había demostrado que ambas eran liberadoras. Amílcar Cabral, que conocía perfectamente los desastres del llamado "socialismo real", se había preocupado mucho por evitar la burocratización de su partido y de los nuevos países independientes que surgirían después de la revolución. Sabía perfectamente que, en países con más del 95 por ciento de analfabetismo, los pocos que saben leer y escribir controlan de hecho todos los puestos y la economía y están separados por una tremenda brecha de los que sólo pueden informarse mediante el clásico "teléfono árabe", o sea, de boca en oído. El dominio de la técnica de la escritura y la lectura daba así privilegios inmensos a quienes, por razones de clase (mulatos hijos de colonos) o de función (militares exiliados en los países vecinos), constituían una élite impenetrable. De ahí su interés por la obra de Paulo Freire y su invitación a éste a viajar a Guinea Bissau y dirigir la alfabetización y la educación de adultos, propuesta que el pedagogo aceptó encantado y llevó a la práctica incluso luego del asesinato de Amílcar Cabral en Guinea Conakry y de que el hermano del líder, Mario, asumiera la presidencia de la República en aquel pequeño y pobrísimo país africano. En 1975, cuando Freire asumió su nueva tarea, Guinea Bissau tenía unos 800 mil habitantes, 80,000 de los cuales vivían en su capital, Bissau, que parecía a primera vista un pueblito portugués de provincia con sus casas blancas y bajas de tejado rojo, si uno no se fijaba demasiado en la extrema pobreza de sus habitantes negros, la mayoría de los cuales no tenía calzado y, en los barrios muy pobres, incluso podían andar desnudos. A cargo de la cultura estaba el gran poeta de Angola Mario de Andrade, exiliado en la fraterna Bissau porque había perdidoÊla lucha interna en el Movimiento para la Liberación de Angola (MPLA) ante Agostinho Neto, que estaba muy ligado a los soviéticos.

De Angola, que tenía una importante capa de intelectuales negros y mulatos, poco se podía esperar en esos años, y con Cabo Verde, de donde provenían los Cabral, existía otro tipo de problemas, relacionados con la vida interna del PAICG, que abarcaba tanto a las islas como a la pequeña Guinea, más desprovista de todo, y que se revelarían pocos años después, con las luchas por el poder.

En Bissau, donde se carecía de agua, de electricidad, de comida, de servicios elementales, Freire comenzó una tarea que parecía aún más difícil porque la mayoría de la población hablaba en sus lenguas nativas (cuatro de ellas eran las principales) y no el portugués, lengua extranjera que sólo una minoría dominaba, lo que hizo que se estudiase seriamente la posibilidad de declarar que el idioma oficial sería el francés, porque francés hablaban en Guinea Conakry y en Senegal, los principales vecinos. Además, los organismos internacionales enviaban con cuentagotas a "expertos" y "extensionistas". Ahora bien, éstos eran las bestias negras del pedagogo que con justa razón sostenía que la "extensión" presupone inyectar conocimientos desde arriba y desde el exterior, en vez de crearlos conjuntamente con los supuestos beneficiarios de la ayuda técnica o cultural, y que los "expertos" no escuchaban sino que se dignaban volcar generalmente sobre la cabeza de sus oyentes la Verdad Revelada que traían desde el extranjero y que no confrontaban ni con la realidad física y económica local ni con las experiencias y la visión del mundo de los nativos.

En esos momentos tuve el privilegio de econtrarme a Freire, manos a la obra, durante una misión de la FAO que conseguí simplemente porque nadie quería ir a un país que carecía de todas las comodidades, en el que la malaria era endémica y donde había que cerrar las ventanas por la noche, a pesar del terrible calor húmedo, porque entraban enormes vampiros que eran portadores de la rabia y bebían la sangre de las pequeñas y hambrientas vacas que, semihundidas en los pantanos que rodeaban la capital, a poca distancia de donde se alojaban los extranjeros, comían la vegetación semiacuática.

Para Freire, el objetivo central era combatir en cada persona el opresor en potencia que tenía en su inconsciente y le llevaba a reproducir la opresión de la que era víctima. Freire no quería solamenteÊenseñar una técnica, la de la lectura y escritura, con nuevos métodos que acelerasen el aprendizaje, sino enseñar, al mismo tiempo, a desarrollar los sentimientos solidarios y colectivos, a respetar a los diferentes, a aprender de los demás y de la vida. Para él, la conquista de la independencia, incluso mediante una revolución que, sin duda, cambiaba en parte a quienes la habían hecho y les otorgaba nueva dignidad y capacidad de decidir, no significaba sino el comienzo de la verdadera revolución. Paulo Freire daba al concepto de revolución cultural un significado muy diferente al que le atribuía en esos años el maoísmo, que introducía desde arriba y con la fuerza del Estado un elemento de ruptura con las viejas ideas y relaciones; para el pedagogo brasileño, en cambio, el proceso de la revolución era a la vez individual y social, siempre interno, pero obra colectiva y no estatal ni institucional. Freire no anulaba a los individuos en la colectividad, sino que, dando nueva conciencia y dignidad a ambos, reforzaba tanto a las individualidades como a la sociedad.

Guinea Bissau estaba compuesta por diversas etnias: una, por ejemplo, era animista e igualitaria, y en ella las mujeres tenían un papel decisivo; otra, por el contrario, era islámica, tenía reyezuelos y marabúes, era trashumante y en ella las mujeres eran meras bestias de carga e instrumentos de reproducción; en cuanto a los pocos mulatos y "privilegiados" de la capital, el modelo de la vida era el reaccionario, dejado por los más pobres y atrasados colonos de todo el Imperio portugués que, para aquéllos, había representado la "civilización". Freire, que pensaba en la gente y no en las instituciones educativas, enfrenta la tarea enorme de hacer pasar a muchos de la conciencia mágica, que los hacía pasivos ante la Naturaleza, a la conciencia crítica, activa, superando la superficialidad y el pragmatismo de la toma ingenua de conciencia y construyendo así, no sólo educandos capaces de utilizar sus propias experiencias y educar al educador sino, sobre todo, ciudadanos en potencia, pues sin ciudadanos no hay nación independiente ni hay democracia.

Para Freire, contra el marxismo dogmático imperante en esos años, el capitalismo no es sólo explotación sino, simultáneamente, dominación, alienación. Por eso no se limita a tratar de cambiar las estructuras sociales, sino que busca modificar desde adentro a la sociedad con democracia, y combate todo paternalismo, burocratismo y dogmatismo, a los que considera castrantes, incluso en el campo de quienes buscan un cambio social. De ahí su independencia política y su encuentro con otros buscadores de la utopía y luchadores sociales, como Danilo Dolci, el padre espiritual de la izquierda socialista cristiana en Italia, el estudioso del contenido social de los movimientos mesiánicos.

Durante el tiempo que estuve en Guinea Bissau preparando un artículo para la FAO llamado "La cooperación como instrumento de cultura", me vi obligado a viajar a menudo al interior del país para conocer su geografía, su economía, su gente, sus culturas. Poco era el tiempo que tenía para permanecer en la capital. Pero allí encontraba a Freire y a su equipo, en el único hotel en el que, además de arroz, se podía quizá comer, de vez en cuando, un poco de venado recién cazado o algún pescado que los barcos soviéticos, que saqueaban la costa guineana muy rica en mariscos, desembarcaban para regalárselo a las autoridades.

Las breves conversaciones esporádicas con el pedagogo se caracterizaban casi siempre por un intercambio de noticias catastróficas sobre los problemas enormes del país y de críticas contra las burocracias, locales e internacionales. De todos modos, para un optimista nato resultaba refrescante y estimulante encontrar un sabio con alma de niño, que veía siempre el "pero" en la peor situación y tendía espontáneamente a buscar la luz en la oscuridad, la esperanza en su confianza en la gente y en su conciencia histórica. Por eso fue considerado, con justa razón, subversivo por todas las dictaduras, desde la franquista hasta las latinoamericanas, que prohibieron sus obras. Freire era, en efecto, donde estuviera, el educador para la Utopía. Por lo tanto, un hombre universal.