Elena Poniatowska
Cuicuilco (Segunda y última)
Ir a Cuicuilco es salir a la terraza, ``la más hermosa terraza al Iztaccíhuatl y al Popocatépetl'', como lo dice Jesusa Rodríguez.
Resulta que ahora los mercaderes de los megaproyectos y las megatorres y los megamillones, el grupo Carso decide apropiarse de Cuicuilco, volverlo tortilla seca al sol, quitarle el agua, llenarlo de tráfico, contaminación, ruido y deteriorarlo hasta que de él no salga ni un chilaquil. Resulta que los empresarios no han masacrado la ciudad lo suficiente ni la han envilecido ni la han prostituido con la complicidad de los políticos del momento. Después de acabar con el Paseo de la Reforma edificando rascacielos en sus riberas de ahuehuetes, ahora atentan contra lo único que nos hace distintos: nuestro espíritu que persiste en los vestigios de una civilización única. No bastó lo que hicieron los conquistadores, aquellos porquerizos que desembarcaron en Veracruz; ahora son los empresarios estatales y privados y sus arquitectos los nuevos colonizadores.
En México, después de la Revolución de 1910 que produjo un millón de muertos, no es precisamente el buen gusto el que nos ha caracterizado. Destruimos una ciudad de los palacios para levantar cajones sin gracia o colonias enteras de casas provenzales con buhardillas y aleros para la nieve, sustituimos nuestras calles umbrosas, matamos nuestros grandes ahuehuetes, talamos bosques y adelgazamos cada día más nuestros camellones para darle mayor espacio a los automóviles. En ninguna ciudad del mundo se desprecia tanto a los peatones como en el DF. Mi sueño sería hacer del Distrito Federal una ciudad para los de a pie, ciudad bicicletera (¿no le sentaría a Slim la bicicleta?), una ciudad muy buena onda, en la que nadie se mentara la madre, nadie muriera atropellado y la vida se desarrollara a nuestra escala, tanto que la felicidad podría ser una sillita al sol como lo pide Octavio Paz.
Mediante mordidas y corruptelas, nos la hemos arreglado para destruirnos a cambio de una ciudad rastacuera y corriente. Antes, tanto las casas de la nobleza como las del pueblo eran de una austeridad notable. Ahora hemos ido del colonial californiano y sus cagarrutas al provenzal amuñecado, de los edificios coloniales de sangre quemada a los mausoleos, del cálido adobe al concreto que todo lo rechaza, del ocre al gris, del pueblo al medio pelo, de los muros de órgano a los alambrados de púas. Todo lo hemos envilecido, y los hombres y las mujeres y los niños que viven bajo mezquinas proporciones se vuelven romos y se achatan, y los que viven en perreras acaban por morderse entre sí, y los que no tienen acceso a la belleza se la pasan en babia y los aplastan sus circunstancias y, sin sospecharlo siquiera, matan al Mozart que traen adentro, aquel niño rubio que St. Exupéry vio dormido en un tren entre dos padres burdos y malolientes. Hoy podríamos gritar al igual que don Alfonso Reyes: ``¿Qué habéis hecho con mi alto valle metafísico?
Luis Barragán es un noble, un gran arquitecto mexicano porque construyó con los materiales que da la tierra e hizo casas que se integraron al paisaje. Nunca atentó contra él. Nunca tuvo más maestros que los campesinos y se la pasó escuchándolos en su natal Jalisco. Franciscano, midió el alto de sus techos de vigas, el juego de las sombras sobre los muros, los espacios, el silencio. ``Sabes, la arquitectura popular me ha impresionado porque es la pura verdad''. Lejos de la soberbia, Luis Barragán guió la luz del altiplano y nos enseñó a respirar. Hoy por hoy estamos a merced de hacedores de huacales, de conductores de chiqueros y gallineros que nos llevan al matadero al igual que conducen apretujados y zangoloteados a cerdos y gallinas por la autopista rumbo a la capital.
Para finalizar, sería oportuno preguntarle a los integrantes del grupo Carso: ¿por qué en vez de sus megaproyectos y su torre, Carlos Slim y su grupo no dedica su dinero a salvar la zona arqueológica, recuperarla, devolverle al país algo de lo mucho que le ha dado? Nunca hay dinero para las zonas arqueológicas, las pirámides permanecen bajo tierra, todos los días se encuentran por casualidad -en el Distrito Federal y en la provincia- vestigios de nuestra grandeza. ¿Por qué no convertir el megaproyecto Cuicuilco y su torre Cruela de Vil en una excavación de la zona para descubrirla y pretegerla? No nos hace ninguna falta parecernos a los Estados Unidos, los malls de Perisur y Santa Fe, las plazas Loreto chafas nos uniforman y nos envilecen. Al contrario, esas imitaciones extralógicas son burdas demostraciones de que queremos ser todo menos mexicanos. ¿O de plano acabamos con lo nuestro para volvernos un inmenso Taco tower que perfore al cielo?
¿Por qué es tan difícil convencer a los empresarios de que inviertan en ciencia, en tecnología, en arte, en restauración, y sobre todo en los hombres y mujeres que, si se les da la oportunidad, sacan a la superficie el Einstein, la Marie Curié o el Mozart que llevan adentro? ¿Por qué no invierten en todo lo que necesita nuestro país, en lo indispensable? ¿No es rentable? 40 millones de mexicanos viven en la pobreza y 10 en la extrema pobreza, de los cuales 90 por ciento son índigenas y viven de milagro. ¿Por qué no les hacen el milagro? ¿Por qué no invierten en la educación y en la salvación de los niños, y en todo aquello que nos hace distintos de Estados Unidos y de Europa, en nuestro pasado aún bajo tierra y en el talento, la creatividad que vive en los habitantes originales de México?
Lo que hoy sucede es una muestra del sistema económico en el que vivimos: el pinche neoliberalismo. Los excluidos de siempre siguen siendo los pobres y ahora la clase media baja en vías de desaparición. Colombia ya no está sola. La acompañamos con el dinero lavado en sangre. El neoliberalismo nos excluye a todos porque no somos rentables. Las 200 empresas más grandes del mundo ganan 250 mil millones de dólares, la General Motors solita gana más en un año que todo el país de Dinamarca; lo que produce la Ford es más importante que el producto interno bruto de Africa del Sur. La fortuna de las 358 personas más ricas del mundo es superior al ingreso anual de 45 por ciento de los habitantes más pobres, algo así como 2 mil 600 millones de personas. Un solo empresario en nuestro país tiene 6 mil millones de dólares, cuando el salario mínimo mexicano es de 100 dólares al mes.
¿Hasta cuándo? El viejo Dios del Fuego de Cuicuilco nos lo pregunta y el grupo Carso tiene la respuesta. Los camiones de materiales y los albañiles que ahora mismo entran por la puerta de Inbursa a la obra negra en la avenida Insurgentes número 3500, podrían llegar conducidos por los arqueólogos a limpiar la zona, remozarla, trabajar en la excavación de Cuicuilco y entonces todo cambiaría. En vez de excluyente, Carlos Slim sería incluyente. ``Para todos todo''. Las mismas fuentes de trabajo serían fuentes de educación, de cultura que nos harían caber a todos. ¿O está tan mal pensado el proyecto humano que volvemos a eliminar a los de siempre, los débiles y según nosotros ``los fracasados'' para que sólo sobreviva la élite, léase la oligarquía? ¿Acaso esta tierra es sólo para el cacique y su cortejo o es también para los albañiles, los artesanos anónimos, los constructores de pirámides, los que vienen todos los días por hambre a la ciudad, las Marías y los golondrinos y los que ni siquiera hablan castilla?
*Texto leído en el Foro Cuicuilco 97.