José Agustín Ortiz Pinchetti
Y ahora ¿qué?

Empieza a empañarse la brillantez de la primera hora de nuestra democracia. Las elecciones del 6 de julio podrán ser una marca importante en la historia política del país, pero no son el punto final del proceso. Apenas significan el arranque de la transición. Empezamos a sentir dudas sobre el carácter irreversible del nuevo escenario político, y también nos preguntamos qué falta por hacer y quiénes serán los artífices.

El itinerario que nos llevó hasta el 6 de julio de 1997 ha sido muy accidentado. Porfirio Muñoz Ledo, en una reflexión que pronto se volverá un libro de historia contemporánea, divide el proceso en una etapa de crisis política que duró 20 años (1968-1988), en el que en forma lenta y progresiva se resquebraja y desprestigia el sistema de control político. Un segundo tramo sería la pre transición, que nos ha tomado desde el 6 de julio de 1988, hasta el ``nuevo'' 6 de julio de 1997. Nueve años en que las fuerzas políticas, con una lentitud desesperante, lograron crear (al menos) un sistema electoral nuevo y confiable. La tercera etapa de transición se está iniciando ahora y su horizonte posible es el año 2000. La normalidad democrática está más allá de ese punto. Tenemos un plazo ideal de tres años para poner las bases de un nuevo Estado democrático. La responsabilidad no es sólo de los gobernantes y los políticos, sino de toda la ciudadanía.

Conforme pasan los días yo tengo mis dudas de que la democratización caminará de modo fluido. Los partidos políticos no parecen tener una idea clara de que existe la necesidad de un acuerdo nacional por la democracia. No han exhibido imaginación política ni generosidad, no proponen ningún proyecto importante de reforma del Estado. Su energía se está diluyendo en querellas. Cada quien se está ``posicionando'' para convertir en realidad sus fantasías de poder. Unos anuncian (con gran imprecisión) sus proyectos de enmienda, y otros se inclinan peligrosamente al triunfalismo. El peor indicio es el optimismo trágicamente irreal de la ``oposición'' de convertirse en mayoría. Se olvida que al PRI le bastaría ``inducir'' el voto favorable, e incluso el ausentismo de un puñado de diputados opositores para controlar, a la antigua usanza, la Cámara de Diputados y con ello al Congreso.

Cada día recibimos una ración de escándalos. Los medios, en explicable destape, nos ofrecen indicios de una corrupción y complicidad abrumadores, pero nada sucede. Los crímenes siguen impunes. Los grupos de interés se ven amenazados, y desde la sombra, la indefinición y el miedo resisten el proceso y pueden sabotearlo.

Mientras el PRI está haciendo esfuerzos desesperados por definir su refundación o recrearse como un partido nuevo, surge un duro bloque de seis o siete gobernadores de gran capacidad de resistencia a la reforma. Un caso paradigmático es el de Víctor Cervera Pacheco. Este habilísimo político yucateco no sólo impuso una ruptura con el principio de no reelección en la Constitución local de Yucatán, sino que ahora parece dispuesto a provocar al Presidente, a la oposición, al proceso de transición y a la ciudadanía, permaneciendo en su cargo por más de seis años y en contra de la letra y el espíritu del artículo 116 de la Constitución federal.

En este panorama que va oscureciéndose, surge la pregunta: ¿qué podrían hacer las fuerzas políticas para garantizar el éxito de la transición? Primero, un acuerdo nacional que supere la rijosidad de los contendientes políticos en aras de una misión general; garantizar el tránsito del sistema autoritario a uno moderno. Esto deberá ir acompañado de una renegociación con Estados Unidos que asegure una base financiera y económica al país para construir su democracia. Serán necesarias también medidas de redistribución progresiva del ingreso. Una modificación inevitablemente lenta de una política económica que ha demostrado en 15 años su completo fracaso, pero que no puede ser desmontada sin un trastorno social y económico abrumador. Es necesario que la clase empresarial y los demás sectores participativos de la ciudadanía asuman una actitud sanamente exigente y a la vez responsable. No se les puede excluir de la reforma del Estado.

Un tema de gran trascendencia es el de la reconciliación nacional. No podrá haber paz pública en México mientras dejemos atrás al pasado. Será necesaria una ley de perdón y de amnistía, elemento fundamental en todas las transiciones pactadas de los últimos tiempos. Los grupos que usufructuaron el poder y que cometieron ilícitos e irregularidades, organizarán resistencias insuperables mientras se les amenace. Si queremos que la democracia mexicana se vuelva viable, tendremos que renunciar a la venganza y aun a la reivindicación justiciera. Es difícil decir esto, es amargo aceptarlo. Pero sin un acuerdo en este punto, la transición seguirá una trayectoria peligrosa e incierta.