El Diccionario de la Real Academia de la Lengua dice que ``operativo'' es lo que obra y hace su efecto (edic. 1992). Parecería significar que es algo que sirve para un fin, algo que vale y tendría cierto paralelismo con la productividad, relación entre el trabajo y el resultado.
En nuestro lenguaje policiaco, operativo es, en cambio, sinónimo de una actividad planeada y, por regla general, volando muy cerca de la represión. La práctica demuestra, además, que un operativo es la mayor suma de arbitrariedades imaginables.
Parecería un término sólo al servicio de la policía y ni siquiera aplicable a actos del Ejército, hoy que están tan vinculados unos con otros.
En estos tenebrosos días, los operativos se ha vestido de razzia y en conjunto, y cada uno por su lado, han sido simple y sencillamente mecanismos represivos que olvidan los mandatos constitucionales.
Es cierto, abrumadoramente cierto, que los habitantes del Distrito Federal estamos hartos de inseguridad, robos, asaltos, policías corruptos, en toda la gama de nombres que se usan para distinguir a sus diferentes grupos; jueces ineficaces soltadores de delincuentes y fugas espectaculares, junto con una enorme carga de impunidad de los crímenes más sonados. Y no se diga de los que suenan menos.
Todos estamos hartos. Y en ese ambiente, las excursiones diarias por la Buenos Aires y otras zonas de sospecha no han sido recibidas con rechazo, porque la gente está ansiosa de su pedacito de venganza y piensa que esta es la manera de acabar con la delincuencia.
Lamentablemente esa opinión pública --que no me extrañaría que sea ahora dominante-- es propicia inclusive a penas de muerte y a enérgicas medidas de tortura y cuestiones afines, no tiene razón.
El Ministerio Público sólo puede ordenar la detención cuando un delincuente es sorprendido en el acto de cometer un delito. De otra manera, la Policía Judicial no puede actuar sino por orden de juez, y todos sabemos que el primer párrafo del artículo 16 constitucional indica, con precisión admirable, que ``nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento''.
En los operativos, hasta donde puede inferirse de las notas publicadas en los medios, lo único inexistente son las órdenes judiciales de aprehensión o de cateo. Sin embargo, los policías detienen con lujo de fuerza a cientos de ciudadanos, y no precisamente con un buen trato y, si es preciso, hay denuncias abundantes; allanan moradas y, de paso, roban. Eso simple y sencillamente es, por lo menos, violar descaradamente una garantía constitucional, lo que implica, por lo mismo, un acto de autoridad que viola derechos humanos.
Se acusa a las comisiones de derechos humanos de proteger a los delincuentes. Es más que frecuente que los policías, judiciales y de los otros, se escuden en el miedo a ser denunciados si actúan ``con energía'' y suelten delincuentes, o se declaren incapaces de hacer una consignación vía MP que quede fundada en una buena averiguación. La culpa será, dicen, de las comisiones de derechos humanos, que no permiten los eficaces medios de tortura.
¡Craso error y notable injusticia! Porque lo único cierto es que el peor delincuente tiene derecho a defensa y a ser tratado como ser humano, sin violencias físicas o morales. Las comisiones de derechos humanos no se oponen, ni mucho menos, a la persecución de los delitos. A lo que se oponen es a que sobre los delincuentes se cometan delitos, en lugar de juzgarlos conforme a derecho.
Nadie duda del crecimiento desmedido de la delincuencia. Pero ¿qué hacemos para que quienes hoy asaltan tengan empleo y salario adecuado? A nadie se le escapa que nuestro ambiente es de un desempleo impactante y una miseria salarial incontenible, resultados evidentes de un neoliberalismo implacable.
Tal vez si gastáramos en crear empleo lo que destinamos a la represión, las cosas serían de otra manera.