Hacía varios años que no había tenido la oportunidad de escuchar el Cuarteto Op. 11 de Samuel Barber, por lo que su ejecución, el jueves pasado, a cargo del Cuarteto Tokio me permitió recordar que, aunque muchos lo ignoran o simplemente no lo aceptan, la de Barber es una de las voces musicales más importantes en el ámbito cultural de Estados Unidos. Si bien este Cuarteto Op. 11 se ha hecho vicariamente famoso por su movimiento central, convertido por el compositor en su famoso Adagio para cuerdas, lo cierto es que sus otros dos movimientos contienen música de muy alta calidad. Los miembros del Cuarteto Tokio ejecutaron con energía singular y mucha disciplina rítmica el primero de los movimientos de esta obra, y concluyeron su interpretación con una lectura muy refinada del brevísimo tercer movimiento, inteligente compendio de las ideas musicales de la obra.
El esperado y atractivo adagio molto que ocupa el centro de este cuarteto fue interpretado casi como un adagietto, es decir, a un tempo más vivo que el acostumbrado. Ello permitió a los cuatro músicos lograr una versión depurada, austera, casi objetiva de este trozo musical, con una gran disciplina en el fraseo de los amplios arcos melódicos. Quienes nos confesamos culpables de ciertas tendencias hiperrománticas respecto al Adagio de Barber preferimos, en la versión para cuerdas completas, los excesos de tempo y fraseo de Bernstein; pero para la versión original en cuarteto, un poco de severidad no le hizo nada mal a la pieza. Después de esta necesaria revisión del Cuarteto Op. 11 de Barber, en la muy afortunada versión del Cuarteto Tokio, no puedo sino recomendar a los fans del Adagio que escuchen la obra completa; vale mucho la pena, entre otras cosas porque muestra facetas importantes del pensamiento musical del compositor.
Antes de Barber, el Cuarteto Tokio había iniciado su recital con una espléndida versión del Cuarteto K. 575 de Mozart. Especialmente rico por la claridad en la exploración de las líneas individuales fue el breve y sabroso Menuetto de este cuarteto; también fue notable la discreción con la que el violoncellista Sadao Harada manejó los numerosos momentos protagónicos que Mozart le obsequió a su instrumento, en deferencia al rey Federico Guillermo II de Prusia. Es posible que algunos de los muchos melómanos que asistieron a Bellas Artes hubieran estado a la expectativa de escuchar un Mozart en estilo antiguo, por decirlo así. No hubo tal; en una conversación que sostuve con él unas horas antes del recital, el violista del Cuarteto Tokio, Kazuhide Isomura, me comentó que si bien ellos respetan a los cuartetos que tocan a Haydn y a Mozart con ciertas consideraciones de época, ellos prefieren poner más atención al texto de la partitura y permitir que el estilo surja solo, de modo espontáneo. Y vaya que lo han logrado; su interpretación de Mozart resultó realmente buena, y no por tradicional menos correcta en cuanto a estilo. Para decirlo pronto: el Cuarteto Tokio sabe perfectamente que Mozart no se toca como Shostakovich, y si me permito decir esta especie de perogrullada es con dedicatoria a algunos cuartetos-hueso que tocan igual a todos los compositores (igual de mal, dicho sea de paso).
La parte final del soberbio recital del Cuarteto Tokio estuvo cubierta por el extenso y complejo Cuarteto Op. 132 de Beethoven. Obra muy tardía en el catálogo del compositor, ostenta una singular riqueza contrapuntística, cuya diáfana exploración fue quizá el mejor acierto en la versión de los tres japoneses y su colega ruso. Por otro lado, la sutil pero clara liga entre Barber y Beethoven al interior de este programa fue muy bien enunciada por el Cuarteto Tokio. Me explico: el movimiento central del Op. 11 de Barber está construido sobre una atractiva (a veces inquietante) dualidad entre lo tonal y lo modal, mientras que el tercer movimiento del Op. 132 de Beethoven es un interesante y bien logrado experimento en combinar la armonía modal (el modo lidio, específicamente) con la expresión romántica, narrativa y descriptiva. Así, con la sombra de Barber aún flotando sobre el escenario, ese trozo de Beethoven adquirió mayor relevancia, sobre todo gracias a la sutileza con la que el Cuarteto Tokio manejó, entre otras cosas, las continuas fluctuaciones en el tempo básico del movimiento: contraste sin extremos, dialéctica sin choque, dicotomía sin esquizofrenia.
Considerando que al Cuarteto Tokio se ha incorporado recientemente el ruso Mikhail Kopelman como primer violín, mucho ruido se ha hecho (con pocas nueces de por medio) sobre las posibles fricciones o diferencias de temperamento entre él y sus tres colegas japoneses. A juzgar por lo escuchado la noche del jueves pasado en Bellas Artes, tal discusión es cabalmente inútil. El Cuarteto Tokio es un ensamble perfectamente ensamblado (perdón por la necesaria redundancia) y haría falta alguna inconfesable intención de controversia geopolítica para hallar fisuras entre sus miembros, que funcionan perfectamente a partir de una técnica de altísimo nivel y una intuición muy refinada. Sólo me queda decir que envidio a quienes han tenido la oportunidad de escuchar al Cuarteto Tokio interpretar en San Miguel de Allende la obra de Toru Takemitsu que han traído consigo en esta gira