El programa económico del gobierno está centrado en el control de la inflación. La estabilidad de los precios se ha fijado como base del proceso de recuperación productiva, como si dicha estabilidad debiera extenderse de modo natural a los distintos mercados y, a partir de ella, debiera acomodarse el comportamiento de los agentes económicos: empresas, trabajadores, consumidores, inversionistas y el propio gobierno. Esta gestión monetaria está amarrada al mantenimiento prácticamente estable del tipo de cambio del peso frente al dólar. La misma idea guió la política económica en el sexenio anterior, aunque hoy parece contar todavía con el beneficio del severo ajuste provocado por la crisis de fines de 1994. La pregunta es si el beneficio de ese ajuste económico puede hacer sostenible la restricción monetaria y el control de la inflación como base del crecimiento productivo.
En los primeros siete meses de este año, la inflación (medida a partir del crecimiento del índice nacional de precios al consumidor) fue de 9.61 por ciento. Este registro es muy cercano a las proyecciones del Banco de México para la inflación de todo el año y que se fijó en 15 por ciento. En este sentido, la aplicación del programa económico ha sido muy estricta, y de acuerdo a las cifras y la valoración oficial que de ellas se hace, también muy exitosa. El crecimiento de los precios puede ser controlado mediante la estricta administración de la cantidad de dinero, eso se sabe bien desde que en pleno siglo XVIII David Hume propusiera su famosa ecuación sobre la que se basa la teoría cuantitativa del dinero.
En términos muy simples, ella dice que a mayor cantidad de dinero, mayor será el crecimiento de los precios, y de esa premisa ha hecho credo la moderna escuela monetarista. Pero el hecho de que los precios crezcan menos rápido no quiere decir que la capacidad productiva aumente, y esto tiene que ver con la manera en que está estructurada la producción, es decir, la forma en que se articulan las diversos sectores, las actividades y la capacidad de proveer de financiamiento adecuado a los productores.
Si el control de la inflación se basa en la restricción de las empresas para invertir y de las familias para consumir, y se premia la asignación especulativa del capital, entonces el control de la inflación puede volver a convertirse en una victoria pírrica, como ocurrió en el último año del gobierno salinista cuando tuvimos una flamante inflación del orden de 7 por ciento anual y se produjo la crisis más profunda de la economía mexicana.
Hay diversas maneras de apreciar los datos de la inflación. Si bien los precios crecieron 9.61 por ciento en lo que va del año, si se considera su aumento entre julio de 1996 y julio de 1997 éste fue de 19.70 por ciento. En esa perspectiva es más claro el impacto de la inflación sobre la rentabilidad de las empresas y sobre los ingresos de la población (el grano negro en el arroz siguen siendo las tasas de interés, que tienen mucha dificultad para bajar de una tasa nominal de 18 por ciento a corto plazo, haciendo que el costo real de los créditos bancarios supere el 30 por ciento anual). En términos reales, o sea después de descontar el efecto del aumento de los precios, la situación financiera de los negocios y de las familias está todavía muy rezagada en términos de la pérdida del bienestar que ha significado la inflación en lo que va de este gobierno (52 por ciento en 1995 y 25 por ciento en 1996).
Los datos de la inflación que ofrece periódicamente el Banco de México pueden verse de distintas maneras. Ofrecen una base para medir los rendimientos reales de las tasas de interés y sirven, con ello, para establecer las condiciones para la atracción del ahorro. En este caso tiene un lugar preponderante el llamado ahorro externo, es decir, los recursos que entran al país para colocarse en inversiones financieras esperando un rendimiento positivo medido en dólares, y por ello, las tasas de interés están ligadas de modo estrecho al tipo de cambio. El dato de la inflación es, pues, un indicador que se usa para fijar las expectativas de rendimiento en los mercados financieros; en las condiciones actuales se ha convertido en un aspecto crucial de la gestión económica para mantener las expectativas favorables, y con ellas los flujos de capital al país.
Sin embargo, no ocurre lo mismo en el caso de los sectores dedicados a la producción y al comercio. En ambos casos la recuperación ha sido bastante débil. Aquellas empresas cuya producción está asociada con la demanda interna no muestran el mismo dinamismo de las relacionadas con las exportaciones; lo mismo ocurre con las ventas en los establecimientos comerciales que acumulan ya 25 meses de contracción. En estos sectores la menor inflación no se manifiesta en una expansión de los negocios, la demanda interna sigue contraída y no puede ofrecer mucho pues crearía presiones inflacionarias y, además, se pretende que el ahorro interno crezca como sustento del financiamiento de la actividad económica. Para las familias que se enteran de los datos de la inflación, el único juicio posible es el que resulta de la capacidad de satisfacer mejor las necesidades cotidianas. Ahí el éxito de la política económica es más limitado y esto no puede desestimarse.
El control de la inflación se enfrentará cada vez más a sus límites como elemento privilegiado para alentar el crecimiento de la economía. El debate está dado entre colocar el control de la demanda como principal factor antiinflacionario o promover la oferta y aumentar la cantidad de bienes y servicios disponibles. En esta segunda dirección la política económica no ha propuesto acciones suficientemente relevantes, y en última instancia eso hace cada vez más probable que se den de nueva cuenta las restricciones estructurales del crecimiento.