La sociedad mexicana de los años noventa ha visto resurgir con asombro dos instituciones que parecían haber cumplido ya con su ciclo protagónico en la historia: me refiero, por supuesto, a la Iglesia católica y el ejército. En virtud de razones en apariencia muy distintas, ambas corporaciones, las dos temibles a su modo, ocupan de nuevo un papel relevante en la vida pública nacional. Estimulados por una reforma servida en charola de plata, los curas no quitan el dedo de la llaga en el empeño de recuperar el tiempo perdido, pero también esplendores y privilegios históricos clausurados durante el largo viaje del arreglo religioso. Están en todas partes, hablando, peleando, en una palabra, deliberando. Hace apenas unos días fuimos testigos del último escarceo del clero político servido para medir fuerzas en la coyuntura abierta por el 6 de julio, considerando los reacomodos a que obliga el recambio del Nuncio tras la salida de Prigione. En días de transición los jerarcas quieren lo que está en la ley y un poco más. Máxima influencia en la escuela, irrestricta libertad en los medios. Arbitraje moral. Mejores posiciones en el tablero cambiante de la democracia. En definitiva, ganar la batalla perdida ante la secularización irreversible de la sociedad. Luis Morales Reyes y otros obispos, sabedores del camino, siguen presionando. Ahora pidieron abrir la representación popular a los ministros católicos, es decir, fundir religión y política amparándose en la defensa de los derechos ciudadanos y humanos de los sacerdotes. Tales afirmaciones no son una torpeza sino un mensaje. Sólo se entienden como una provocación, en el estricto sentido del término, al mundo de los partidos profesionales que combaten desde el púlpito, y lo hacen a sabiendas de que hay una restricción canónica que les impide ocupar tales cargos, ser ciudadanos de tiempo completo independientemente de las leyes nacionales ¿de qué se trata, pues?
El ejército, en cambio, vive intensamente los avatares de la desarticulación del viejo Estado, pero sin ventajas aparentes y muchos riesgos por delante. Sale de su proverbial reserva institucional agobiado por las incertidumbres de la hora, entre escándalos de imprevisibles consecuencias. Nuestra tardía democracia, que debía subrayar el carácter apolítico y no deliberante del ejército, lo expone a una creciente pero desfavorable visibilidad pública, cuando los esfuerzos debían concentrarse en lograr una redefinición explícita de su papel junto a las demás instituciones democráticas. Obligado a evolucionar para adaptarse a las nuevas circunstancias, el viejo uniforme militar, cortado a la medida del Estado revolucionario, tiene que ajustarse al cuerpo más esbelto pero todavía frágil de una nueva racionalidad del Estado. Y debe hacerlo cumpliendo con tareas que tensan al máximo los resortes de su institucionalidad. No se necesita ser un experto para advertir los riesgos de una situación que, para bien o para mal, no se corrige a periodicazos. Las denuncias de las últimas semanas, las filtraciones gravísimas, revelan la magnitud de los problemas que tienen que resolverse. Se cumplen por desgracia los presagios de Carlos Montemayor cuando advertía que la incorporación de las fuerzas armadas en el combate al crimen organizado, por lo demás imprescindible, las exponía a ``riesgos de integridad institucional, a una gradual descomposición de sus cuadros y a la desaparición de valores que hasta los últimos años han sido importantísimos en su vertebración nacionalista.''
La prisa por modernizar no deja tiempo para decantar las aguas. Laicismo y civilismo, valores republicanos fundadores, corren la misma suerte que las baratijas retóricas de la ideología burocrática. La crisis anula convicciones y seguridades pero no las sustituye con la misma rapidez. Todo es renovación y reforma, a veces sin saber a ciencia cierta para qué o hacia dónde.
El siglo de la Revolución Mexicana termina sin que a nadie preocupe cerrar las puertas con un balance indispensable, la cuenta elemental de las cosas que deben permanecer por encima de las que sin remedio quedarán olvidadas en el cajón de las cosas inservibles.