Miguel Barbachano Ponce
Cinemática japonesa

En la última semana de julio la Cineteca Nacional articuló, en la sala 5 Alejandro Galindo, un interesante ciclo del nunca visto --o casi-- cine japonés de los noventa compuesto por seis películas, entre las que destacaron La muerte de los maestros del té, de Kumai Ke; Escenas en el mar, de Takeski Kitmo; y Todo bajo la luna, de Yoichi Sai, mismas que demostraron mediante lumínicas vibraciones que continúan haciéndose en Japón películas innovadoras e importantes, a pesar de la competencia que plantea a los productores los filmes hollywoodenses aunque estén poblados por lentes y tontos (``the numb and the dumb'') y por adolescentes anónimos y descerebrados (``voidoid''), a pesar de las preferencias populares por la televisión y el video, a pesar de la vocación de los nuevos cine-creadores por esclerotizados espectáculos ``ronin'', épicas caninas y felinas y secuelas Tora-San, según escribió James Quandt para la Cinematéque Ontoro en otoño de 1995 y que transcribió en las páginas 30, 31 y 32 el programa mensual de la Cineteca.

Sin embargo, no haré referencia al cine japonés de la novena década, sino que dirigiré la mirada hacia el cine silente --también desconocido, o casi-- de aquella fascinante cultura oriental que Roland Barthes alguna vez calificó ``como el imperio de los signos''. Encuadremos pues la cinematografía muda que se extendió desde el otoño de 1896, mes y año en que arribó a la ciudad de Kobe el kinetoscopio de Edison, hasta 1935. Pero, ¿por qué este inusual retraso de los cineastas japoneses para sonorizar las imágenes en movimiento, cuando en el mundo voz y música inundaban con rítmicos acordes las salas oscuras desde tiempo atrás?

Por tres razones bien precisas. Primero, a causa de la presencia frente a las pantallas del ``benshi'', infatigable charlatán que comentaba/dialogaba las películas desde que la cinemática comenzó a circular de una manera regular en aquellas apartadas regiones, precisamente en Osaka, el 15 de febrero de 1897, a través de un aparato fabricado por Lumiére a cargo de Constant Girel. Segundo, por la extrema lentitud que practicaron los exhibidores para equipar sus salones con la novedosa tecnología. Y tercero, porque numerosos directores preferían usar el cine mudo para transvasar a los lienzos tres géneros silenciosos dominantes que estremecían a los espectadores: el Jida-geki, dramas constumbristas cuya trama hacía referencia a problemáticas decimonónicas; el Shomin-geki, melodramas de la clase baja de aquellos días y el Chambara, oscuros dramas de espada, como The red bat, 1931, de Tanaka. Pero, ¿quiénes fueron los empecinados cineastas que no quisieron sonorizar sus argumentos hasta el quinto año de la tercera década? He aquí algunos nombres: Ozu (célebre cine-director abocado a los contextos caros al Shomin-geki), Ito (entre otros filmes, El ingenioso ladrón Jurokichi, 1931, de estilo Jidai-geki), Naruse (creador de dramas protagonizados por Geishas, como Separado de ti y Sueños de cada noche, ambas de 1933); Shimizu (realizador de Las muchachas japonesas en el puerto, 1933, sobre dos amigas, Sunako y Dora enamoradas del mismo hombre); Futagawa (Orochi o el monstruo serpiente, 1925, acerca de la conflictiva existencia en los aposentos de un castillo del Japón feudal entre un maestro de filosofía china y su renuente discípulo); Kimugasa (realizador independiente que en 1928 articula Jujiro con ardiente y dislocada mirada expresionista para captar las visiones pesadillescas que acontecen en Yoshiwara, viejo y placentero barrio); Gosho (inconstante director que después de armar el primer filme sonoro de la cinematografía japonesa The neighbour's wife and mive, 1931, retorna impávido al cine silente con Dancing girls of izu); Minoru Murata (autor influenciado por el quehacer europeo de aquellos años insonoros, por Murnau y Von Sternberg), según puede constatarse en Muteki, 1934).

La vida y obra de un cineasta excepcional, Shunsui Mutsuda (1925-1987) hijo de ``benshi'', inicia su carrera profesional como ``niño benshi'' a los 5 años de edad. Después de la Segunda Guerra Mundial funda la compañía Matsuda Eiga-Sha para rescatar y conservar películas mudas tanto japonesas como extranjeras. En 1959 utiliza aquella recolección de cinco mil rollos para proyectarlos y comentarlos en su casa al viejo estilo ``benshi''. En aquel acogedor ``Cineclub del Cine Silente'' se exhiben cintas como Chushingura, 1910, de Shozo Makino, el filme japonés más antiguo. Antes de morir ofrece en Francia y Alemania una demostración de su singular acercamiento verbal a las imágenes mudas en movimiento. ¡Rituales inesperados de una obsesiva vocación!