``Si la lucha de México contra las drogas fuera lo suficientemente exitosa como para detener el flujo de dinero lavado por medio del sistema financiero mexicano, podría desestabilizar seriamente la economía'', dice un reporte de la revista Latin Trade, de Miami, en su más reciente edición mensual. Esta publicación considera que la inyección de narcodólares a la economía nacional es del orden de entre 10 y 15 mil millones de dólares anuales, equivalente a entre el 3 y el 5 por ciento del PIB.
La publicación va más allá. Afirma que ``para una nación en desarrollo que ha promediado un crecimiento anual del PIB de apenas 4 por ciento en los cinco años anteriores a la crisis de 1995, este flujo de dinero representa la diferencia entre el crecimiento y el estancamiento, o peor aún, la recesión en el nivel macroeconómico''.
Tanto el volumen estimado de las narcoganancias como la inferencia comentada pueden ser correctos. En las marañas económicas mundiales y nacionales los flujos monetarios procedentes del crimen se mezclan con las cuentas de la beneficencia. Los mercados especulativos y financieros no pueden ni quieren diferenciar entre los dólares buenos y los dólares malos y los beneficios ilícitos de los narcos, los proxenetas y los piratas conviven e interactúan en son de paz con los dineros legales, públicos o privados. Recabar indicios de una operación de lavado implica una ardua tarea de seguimiento a la inversa: primero pillan al delincuente y luego le siguen la pista a sus fondos. Proceder a la inversa --dar con un infractor de la ley por medio del análisis de la masa nacional de transacciones bursátiles, bancarias, inmobiliarias, cambiarias y comerciales, por ejemplo-- sería tan improcedente como investigar a todos los usuarios del metro para descubrir a un carterista.
Así son las cosas en México, pero también en Francia, en Australia y en Estados Unidos. El papel moneda, a menos que se trate de una falsificación, es intrínsecamente legal, así sea producto de un atraco bancario o de un rescate por un secuestro, y los delincuentes están tan conscientes de ello que siguen robando bancos y secuestrando a personas acaudaladas.
La única diferencia estriba en los volúmenes de ganancias ilegítimas, producto del tráfico de drogas, que se blanquean en los respectivos sistemas financieros: mientras que los que se dirigen a México son del orden de decenas de miles de millones, en Estados Unidos tales volumenes son de centenares de miles de millones de dólares que, éstos también, concurren de manera significativa a la bonanza económica del país vecino.
No deja de resultar extraño, entonces, el empeño de Latin Trade de singularizar el caso mexicano cuando en sus propias narices, en los propios centros financieros de Miami, esta publicación económica tiene sobrados ejemplos de la contribución de los narcodólares a la salud financiera de ese estado y de la Unión Americana en su conjunto. Curiosamente, la revista no sugiere que la lucha contra las drogas en Estados Unidos pudiera llevar a un descarrilamiento de la economía más grande del mundo.
Una explicación posible a este afán de singularizar y delimitar el problema a México puede ser la gestación de una nueva coartada que sería inapreciable a los sectores de la clase política estadunidense que, por convicción o cálculo convenenciero, insisten en situar el asunto de las drogas exclusivamente en el ámbito latinoamericano y emprenden, en consecuencia, campañas de culpabilización contra las naciones de la región --productoras de droga o rutas de tránsito--, a las cuales atribuyen la responsabilidad por el deterioro físico y mental de los consumidores estadunidenses.
Pero si se aplica la misma lógica de Latin Trade al gobierno estadunidense, habría que concluir que éste tiene centenares de miles de millones de motivos para no ser eficaz en el combate a las drogas.