La Jornada martes 5 de agosto de 1997

Carlos Monsiváis
De los ``milagros informativos''

En actitud por desgracia nada infrecuente, a los reporteros que cubren actos para ellos rutinarios o sin relieve escandaloso, les da, intencionalmente o no, por la metamorfosis, y se llaman a testigos del ``milagro'' que convierte a la velada somnífera en provocación deleitosa. Me explico, para no incursionar a mi modo en ``misterios teológicos''. El primero de agosto en el Centro Universitario de Copilco, participé junto con Elena Poniatowska y el padre Miguel Concha en el Congreso de Cristología, en una mesa redonda sobre Cristo en la cultura mexicana y en la experiencia personal. En tanto laico convicto y confeso, me centré en el testimonio de la poesía, muy especialmente Alfredo R. Placencia y Carlos Pellicer, no sin envíos de asombro renovado a Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Lope de Vega y Fray Miguel de Guevara. También refería la ausencia de imágenes en mi formación religiosa, y abordé en forma mínima el tratamiento artístico de la figura de Jesús.

Nada, desde luego, que retenga la atención de lectores entrenados en las peripecias de los Arellano Félix y la seguridad nacional. Nada tampoco que lleve a la síntesis de La Jornada: ``Afirmaciones de Monsiváis y Elena Poniatowska: Samuel Ruiz, el Che y Marcos, manifestaciones de Cristo'', en nota firmada por Alma E. Muñoz que, casi típicamente opta por la invención: ``Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis coincidieron: Cristo se manifiesta en los teólogos de la liberación, en aquellos sacerdotes y personajes públicos como Samuel Ruiz, Sergio Méndez Arceo, Gandhi, Martin Luther King y hasta en el subcomandante Marcos y el Che Guevara, involucrados en la defensa de los pobres''. En lo que a mí respecta, sólo mencioné de los anteriores a Gandhi y a Martin Luther King, y en otro contexto, el del rechazo a la violencia, que califiqué, un tanto a secas, de lo más anticristiano que existe. Desde esta perspectiva, ¿cómo iba a llamar ``manifestación de Cristo'', a un dirigente como Guevara, que creyó en la violencia, partera de la Historia, y lanzó la consigna mortífera: ``Crear dos, tres, muchos Vietnam''? Por supuesto, no tiene sentido argumentar mi posición cuando en este contexto lo relevante es un hecho sencillísimo: no asocié a Cristo con persona alguna, como le consta a los presentes, el obispo de León incluido, ya que dadas mis convicciones, o las inhibiciones de mi temperamento laico, no me corresponde el catálogo de las representaciones fidedignas de Jesús entre los seres humanos. Dicho sea de paso, el texto de Elena Poniatowska es bastante más escueto y matizado que el denunciado por Muñoz. Dijo, hablando de los obispos Méndez Arceo y Samuel Ruiz: ``Otros representan la vida de entrega a los demás que optan por los pobres''. Y aseguró ver a Cristo en el subcomandante Marcos, en la medida en que todos somos hijos de Dios. En mi caso, también, ¿por qué me adjudica Muñoz esa incursión en el sacerdocio instantáneo: ``Predico la esperanza, la caridad''. No creo predicar nada, pero en todo caso, mis palabras fueron: ``Prefiero la esperanza y la caridad'', algo más cercano al inevitable lugar común que a la homilía.

Lamento gastar espacio en esta demanda de rectificación, pero, además de la necesidad de aferrarme --por pura salud mental-- a lo que sí he dicho, no me entusiasma a estas alturas verme incorporado al culto al Che Guevara, ciertamente ser de leyenda y notable referencia histórica, pero también una mentalidad militarista, y un caudillo implacable y muy autoritario. No dudo, como expresó Elena citando a John Berger, de las semejanzas enormes entre el Cristo de Mantegna y el cadáver del Che; pero no desprendo de esto parecido alguno con Cristo, a menos que se llegue al extremo de comparar por ejemplo la intervención en Angola con el ``No he venido a traer la paz sino la espada''. Descreo, insisto, de la violencia y no confío en el proyecto de redimir al pueblo, o de iluminar las conciencias a través del derramamiento de sangre, tan caro en la metáfora bélica a los cristeros, los sinarquistas y, por fortuna sólo por un tiempo brevísimo, a los militantes del EZLN. (Esta sangre salvífera es también metáfora de algunos militares. El general José Hernández Toledo, que en los primeros minutos dirige la intervención militar el 2 de octubre, en la Plaza de las Tres Culturas, declara al día siguiente, en el hospital, donde se recupera de una herida leve: ``Si querían sangre, con la que yo he derramado es bastante''.)

Lo definitivo en el apoyo a los zapatistas en Chiapas es la vocación social de paz. La sociedad no considera siquiera las incitaciones del 1 de enero de 1994 a tomar las armas, pero en cambio sí ha respondido, y extraordinariamente, a su elocuencia denunciatoria, a sus pruebas del trato inhumano reservado históricamente a los indígenas, y al testimonio del ``¡Ya basta!''. En Chiapas, la violencia (del Estado, de los finqueros, de los grupos paramilitares, incluso de sectores próximos al EZLN) ha devastado la región, y obliga a un replanteamiento a fondo de las actitudes nacionales. En este proceso no veo forma alguna de localizar a Cristo en el subcomandante Marcos. Veo, sí, a un dirigente excepcional cuyo esfuerzo, como el del EZLN, merece intensificar la exigencia de paz digna en Chiapas. De nada de esto hablé en el Congreso de Cristología, pero aprovecho la oportunidad brindada por las rectificaciones a la reportera Alma E. Muñoz.