José Blanco
La escalera ciudadana

Al lado del amplio regocijo provocado en su momento por una jornada electoral en varios sentidos inaugural, en los días y semanas siguientes emergieron señalamientos y críticas de observadores y comentaristas, y noticias del propio IFE, relativos a hechos que el Tribunal Federal Electoral deberá despejar debidamente, aunque acaso no haya normatividad suficiente para ``desfacer'' todos los entuertos.

Han sido mencionadas triquiñuelas, compra de votos y acarreos en zonas rurales apartadas, clientelismos y tráfico de influencias y de recursos gubernamentales, hasta el extremo de la quema de urnas en Chiapas. Aunque todo ello ha ocurrido en puntos focalizados aquí o allá, y no cancela el significado básico de los comicios recientes, no se trata sólo de las fallas ordinarias de cualquier elección en cualquier parte del mundo, sino de algo más. La inauguración del cauce hacia un nuevo escenario político nacional arrastra consigo un apéndice gangrenado, ajeno a las nuevas rutas que ha empezado a andar la sociedad, una excrecencia superviviente de tiempos que se van. Imposible que este apéndice determine la nueva historia mexicana, cuyo umbral estamos cruzando.

La sociedad avanza, pero lo hace escalonadamente. Existen capas de la sociedad que son ahora, sin duda, ciudadanos plenos, pero las hay de cuasi ciudadanos en grados diversos, hasta las de no ciudadanos que habitan compulsivamente el último escalón.

El ciudadano de la teoría liberal sigue siendo aquí, en gran medida, una ficción jurídica. Ernesto Zedillo o la comandante Ramona son, en tanto ciudadanos, iguales. Pero, como en el caso de Ramona, millones no viven en condiciones reales para ejercer los derechos individuales ciudadanos. Y derecho que es imposible ejercer es ficción o es demagogia.

Ellos, los no ciudadanos, y los apenas ciudadanos, imposibilitados de ejercer autónomamente los derechos que los harían ciudadanos plenos, no pueden ser sino masa de maniobra, sujetos del clientelismo, del caciquismo, de la compra de votos, de las engachifas. Son parte de esos 40 millones de mexicanos que viven en la pobreza o en la pobreza extrema.

Sin un piso mínimo de condiciones de vida humana, de educación e información, no hay igualdad ciudadana. Esos ciudadanos no son tales; no están en condición de evaluar, debatir y negociar su futuro, y de seleccionar libremente a sus gobernantes: seguirán siendo masa de maniobra y/o serán reclamantes, manifestantes callejeros o rebeldes y revolucionarios. Su asunto no es la vida ciudadana ni la política democrática; su persistente demanda no puede ser sino escapar de sus paupérrimas condiciones de vida. Su asunto es la justicia social.

Por supuesto, la justicia social no llegará a ellos por el mercado, como creen los nuevos liberales. Al contrario, dejado a su libérrimo actuar, el mercado los mantendrá en la marginalidad de siempre, dada su necesaria e insuperable falta de competitividad.

El liberalismo -económico o político- exige una base mínima de igualdad material y educativa, a partir de la cual pueda surgir la diferenciación individual real, sin la cual no hay ciudadanos. Cuando esa base existe, iguala a los individuos unos derechos, justamente porque de suyo son, en tanto individuos, diversos. De no haber diferenciación (individuación), habrá homogeneidad, comunidad: un agrupamiento social distinto a una ciudadanía.

Avanzar en una modernización democrática de decisiones económicas descentralizadas (mercado) exige imperativamente construir las condiciones que la hagan posible. Y en nuestros días eso sólo puede hacerlo el Estado. No cualquier Estado, desde luego. Sólo uno cuyas representaciones políticas surjan no sólo de la igualdad ciudadana abstracta, sino también de formas de representación surgidas de las comunidades de los últimos escalones, con el propósito de ubicar a los interesados en la vía de pugnar civilizadamente por la justicia social. Trabajar por crear esas condiciones no es, entonces, populismo; es parte fundamental de las tareas para superar las graves insuficiencias de nuestra modernidad tercermundista. Es más que claro.