MIRADAS Ť Carlos Martínez Rentería
Taxis: paranoia colectiva

``Lo único que me consuela del día que me asaltaron en un taxi, es que los billetes de lotería que me quitaron, junto con un saco viejo y 30 pesos, no sacaron ni reintegro''. Según una de las anécdotas de una víctima más de la ``robotaximanía''. Quizás el tema más recurrente durante los últimos meses entre los abatidos capitalinos sea los asaltos en taxis. Muy dificilmente podrá usted conocer a alguien que no haya sido atracado; incluso quienes no han vivido aún esa experiencia se sienten excluidos de las conversaciones, se salen discretamente rechazados y terminan saliéndose sin despedir de las reuniones.

Se trata de una paranoia colectiva, en la que la curiosidad obsena de escuchar las vivencias de los otros nos van preparando para cuando llegue nuestra propia vivencia, la cual, al hacerse realidad resulta como una película ya vista otras veces y de la que recordamos incluso los diálogos siguientes y nuestros propios gritos de auxilio son remedos de esa pesadilla compartida con el inconciente colectivo.

Las historias difieren por mínimas variantes: el taxista es viejo o joven, pirata o no pirata, está de acuerdo o no con los rateros, nunca hay policías cerca y si los hay ni cuenta se dan. El asalto ocurre en el día o en la noche, aprovechan la sorpresa para amagar a los viajeros; los insultan, por lo general los golpean y despojan de sus pertenencias, les piden que cierren los ojos, que no los vean, y los esculcan en busca de las tarjetas del cajero automático, les sacan lo que pueden y después, si tienen suerte, los dejan con la dignidad pisoteada debajo de un coche, allá por cualquier zona conurbada de esta ciudad sin ley.

¿Cuántas veces no hemos escuchado ya la misma rutina? Lety la chava de Benjamín, viajaba en un taxi por la colonia Roma y se le subieron dos pelones tipo judiciales, que le dieron una brutal golpiza porque no se acordó del número secreto de su tarjeta bancaria; al poeta Dionicio Morales le quitaron su cadenita de oro antiguo; a la pintora Nunik Sauret no le pudieron encontrar las tarjetas de crédito en su intrincada bolsa de mujer; a algunos con más suerte hasta les piden disculpas, les dejan algunas monedas y las llaves para que se regresen a su casa; pero, lo más terrible es que muchos otros nunca más regresan para contarlo: simplemente los matan.

Pero si los taxi-usuarios sufren cada vez que se acerca amenazante el diabólico automóvil amarillo o verde, afinando la vista para constatar que la cifra de la placa coincida con la anotada a los costados y si la foto del tarjetón es la misma que la del bigotón que nos abre la puerta los taxistas viven la misma angustia pero multiplicada por cada uno de los pasajes que tienen que levantar diariamente para ganarse la papa, con la diferencia de que esos que estiran el dedo frente al parabrisas no tienen placa ni tarjetón.

``No mi joven, ya no sabe uno ni por donde le van a llegar. El otro día que se sube al taxi una viejita con una canastota del mandado, que me mete por un callejón y que me saca tamaño pistolón'', cuenta el chofer de un ecológico sin radio.

El día de mi asalto, porque yo también ya tengo ese estatus capitalino, nos tocó un taxista bonachón que se comía un hot dog mientras contaba sus anécdotas juveniles y conducía rumbo a la esquina en donde ``casualmente'', se le descompuso el coche, para que dos tipos que nos seguian se subieran intempestivamente al minitaxi.

Mientras nos desbalijaban, el hombre al volante terminó de comer su perro caliente. Tirado de cara a suelo, mientras me quitaban mi querido saco viejo, lo único que se me ocurrió pensar fue: esta película ya la vi.