MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Fuga al amanecer
Seguro que mañana nos llamarán de Sorteos y Sorpresas preguntándonos si la pasamos bien y, con ese pretexto, saber si caímos en sus redes. No se imaginan lo que voy a contestarles, y menos que pienso presentar una demanda ante la Procuraduría del Consumidor. Gerardo dice que no tengo suficientes argumentos. ¿Le parece poco que hayamos tenido que salir huyendo del hotel para librarnos del hombre de blanco? Y qué me dicen del daño moral. Por la ambición de los empresarios, por culpa de sus modernos métodos de venta, regresé de vacaciones cansadísima y, para colmo, agobiada con el recuerdo de las gemelitas.
Aunque su historia no justifique mi demanda, pienso contársela a la empleada de Sorteos y Sorpresas. Me la imagino diciendo: ``Señora Ramos, ¿estuvieron bien atendidos?'' Le contestaré que sí, tanto que a todas horas nos tropezamos con la sonrisa del hombre de blanco: ``Amauri Reyes, servidor. Estoy aquí para darles la bienvenida y comprobar que se les atienda como merecen. Tendrán descanso, paseos, buena comida. Sé que recordarán este viaje como una segunda luna de miel. ¡Ah!, por cierto, esta noche cenarán la especialidad: plato de mariscos encore. ¡Felicidades!''
Estuve a punto de reírme cuando noté la miradita que el hombre de blanco le lanzó a Gerardo. Me avergüenza reconocerlo, pero lo que entendí como una especie de complicidad entre mi marido y el representante de Sorteos y Sorpresas, me produjo un cosquilleo en el estómago. A mi esposo el gesto le disgustó. Me lo dijo cuando subimos al cuarto. Le sugerí que fuera comprensivo: ``El hombre sólo desea ser amable''.
Iba a desempacar cuando oímos un discreto llamado a la puerta. Mi esposo y yo -enfermos de miedo, como todo el mundo- nos miramos asustadísimos. Junto con otro golpecito escuchamos la voz de un empleado: ``Servicio de cortesía'' ``¿Lo pediste?'', le pregunté a Gerardo con la vaga esperanza de que hubiera pensado en darme una sorpresa por su cuenta. Lo negó y abrió la puerta. Junto con dos inmensas bebidas multicolores vi la sonrisa que, desde el fondo del pasillo, nos dispensaba el hombre de blanco.
Las aves del paraíso estaban muy fuertes. Con dos tragos me puse más que alegre. A la una de la tarde, como en los buenos tiempos, Gerardo me propuso que le diéramos una probadita al king size. Me sentí feliz: si ese era el efecto de los cocteles de cortesía, ¿qué iba a sucederme después de que probáramos el plato de mariscos encore?
Estábamos disfrutándolo en el comedor cuando descubrí al hombre de blanco. Ocupaba una mesita junto a la puerta y nos veía con el celo de un maestro que presencia el debut de su alumno preferido. ``¿Lo invitamos a que se siente con nosotros?'' ``¡Estás loca!'', respondió Gerardo mientras seleccionaba los ostiones. Un mesero nos llevó una hielera con una botella de vino. Le sonreí: ``Nosotros casi no bebemos''. El empleado, siempre con su carota, descorchó: ``Cortesía de la casa''. No pude menos que volverme hacia el hombre de blanco y sonreírle. El inclinó la cabeza, dobló su servilleta y de puntitas salió del comedor.
Cuando terminamos de cenar Gerardo propuso dar un paseo por la playa. Ibamos medio borrachos, pero tuve tiempo de distinguir, bajo un toldo de colores, a nuestro ángel guardián. Me pareció que sonreía de nuevo y otra vez sentí cosquillas en el estómago.
A las once Gerardo y yo regresamos al cuarto. Abrí la ventana. Al rumor del mar se sumó el timbre del teléfono. ``¿Otra bebidita de cortesía?'', pregunté. Gerardo me hizo una seña grosera y descolgó: ``Ah, usted... De ninguna manera, al contrario. Gracias. ¿Mañana? Pensamos ir a nadar... Bueno, por ahí de las once. En el lobby, de acuerdo...'' Ansiosa, feliz, apenas di tiempo a que Gerardo me explicara que el hombre de blanco deseaba llevarnos de paseo y a conocer la nueva zona turística. No protesté, sólo bendije los mariscos encore.
El paseo con Amauri fue larguísimo. Regresamos a las cinco de la tarde: Gerardo con un dolorón de cabeza y yo con las sandalias nuevecitas manchadas de lodo, cemento y toda clase de porquerías. No me fue tan mal porque en la dichosa zona turística me tropecé con varillas, piedras, perros muertos, vidrios y basura por todas partes.
Caminando entre tanto desorden y el rayo del sol, el único que no dejó de sonreír fue el hombre de blanco. Estaba decidido a llevar a cabo todo el programa de vacaciones pagadas por Sorteos y Sorpresas que incluía el recorrido por calles a medio hacer y obras negras que, a futuro, iban a convertirse en los recintos de la felicidad. Pero ni esa perspectiva me animó.
Cuando Amauri descubrió nuestro desencanto sacó su bolígrafo y en una libreta nos demostró que estábamos muy cerca de convertirnos en propietarios de ``un trocito de México'' y que a tal satisfacción sumaríamos el placer de una sorpresa adicional: ``Cuando ustedes cubran su última letra, en 2025, no correrán con los gastos de escrituración, porque los pagará Sorteos y Sorpresas.
Durante todo el tiempo que el hombre de blanco habló, Gerardo me miró furioso y amenazante. Me resigné a soportar los reproches que oí más tarde, en el cuarto: ``Te lo dije, ¿te acuerdas? Las vacaciones pagadas son siempre un gancho para ensartarlo a uno con la compra de algo: un terreno, un condominio. Ahora ¿cómo salimos de esto?'' Le respondí a mi esposo que la representante de Sorteos y Sorpresas jamás había mencionado compromiso alguno, hablé de su horrible falta de ética y acabé jurando que en cuanto regresáramos a la ciudad haría una demanda formal. Lo dije con el aire de una heroína dispuesta a dar su vida por la causa.
Mi actitud surgió efecto. Gerardo recuperó su buen humor y me abrazó: ``Al tipo de blanco podemos darle largas; total, después del domingo no volveremos a verlo''. Estuve de acuerdo y para celebrarlo propuse que, aunque tuviéramos que pagarlo nosotros, cenáramos otra vez el plato de mariscos encore.
Fuimos muy ingenuos. En la noche, apenas entramos en el comedor, descubrí al hombre de blanco. Al vernos sonrió y levantó su vaso de agua mineral. A la distancia le correspondimos la cortesía y procuramos soslayarlo. En cuanto terminamos el café, Amauri se acercó y puso en la mesa unas hojitas llenas de números. Antes de que pudiéramos preguntarle algo, nos dijo: ``Ahora, a descansar, a consultarlo con la almohada. Sólo pido que consideren una cosa: nuestro sistema de ventas es la forma inteligente de hacer ahorros''.
A la mañana siguiente, sábado, encontramos las palapas adornadas con farolitos de colores, carteles invitando al baile nocturno y en el restaurante parejas con niños. Recordé a los míos. Me sentí culpable por no haberlos invitado a la playa. Luego pensé que Gerardo y yo realmente necesitábamos la segunda luna de miel. Debía disfrutarla antes de que fuera demasiado tarde, máxime que por fortuna no ocupaba su mesita el hombre de blanco.
Reapareció en la noche, cuando Gerardo y yo bailábamos descalzos en la arena. Galante, Amauri se acercó y solicitó permiso de mi esposo para bailar conmigo. Me sentí rara de hallarme en los brazos de otro hombre y para restarle al baile todo viso de coqueteo le pregunté a mi pareja por su familia. Amauri lanzó un suspiro: ``Está en Querétaro. Allí la situación es terrible. No hay trabajo de nada. Ya me estaba desesperando cuando me contrataron como agente de Sorteos y Sorpresas. Ustedes son mis primeros clientes. Ojalá tengan buena mano''.
Dimos unos giros y Amauri continuó: ``Hace cuatro meses que no veo a mi familia. ¿Sabe? Tengo dos gemelitas de seis años. Seguido me hablan y me dicen que ya me regrese, que no les importa que no tengamos de comer con tal de que estemos juntos. Hoy en la mañana les llame. Les dije que es posible que vaya a visitarlas. Voy a invertir el dinero de mi comisión en el viaje...'' Comprendí que Amauri estaba pensando en que íbamos a cerrar el trato con él y desvié la mirada.
Gerardo me regañó cuando, más tarde, le conté entre lágrimas la historia de las gemelitas. ``Son mentiras. Te inventó lo de la familia para ablandarte''. Disgustada, le di las buenas noches, pero no pude dormir. El tampoco. Sé que los dos pensábamos en el hombre de blanco. La sola idea de que podríamos encontrárnoslo otra vez, cargado con su desesperación, me dio valor para sugerirle a mi esposo que regresáramos a la ciudad. Salimos del hotel como ladrones, al amanecer. Rumbo al aeropuerto me pareció distinguir caminando, solo en la playa, al hombre de blanco.