Ahora que la democracia se ve cerca en nuestro país, será necesario discutirla a fondo. De otro modo podría cundir la decepción de quienes esperan más de la cuenta; o la mediocridad de quienes achican a la democracia; o el arrepentimiento por perder, eventualmente, lo que no supimos valorar.
Algunos expertos son enérgicos al señalar lo que la democracia no es. No es un curandero de problemas. No es sinónimo de prosperidad. No es un fin en sí mismo. Todo lo cual suena cierto, aunque irónico. Cuando la divisa era aniquilar al socialismo, encarnación de la-peor-dictadura, la democracia se presentaba como la panacea, o casi. Y ahora que el socialismo se desplomó, la nueva divisa parece ser la de no pedir demasiadas bondades a la democracia.
De hecho, al definir lo que sí es la democracia, predomina su presentación como un asunto sólo procesal: un conjunto de normas y procedimientos para elegir a quienes han de representar a los electores (y de paso abstencionistas) en las tareas de gobierno. Todo se reduce, pues, a la democracia representativa. Se sacraliza el cómo (se elige), al tiempo que se crucifica el para qué (con qué objetivos y resultados).
A lo mejor esa democracia instrumental le funciona bien a los países ricos. A final de cuentas, sus problemas son menos graves que en los países pobres y, por ende, su solución puede alargarse tanto como los vericuetos de la democracia representativa. Y a lo mejor allá, en el mundo de la opulencia, la participación de la gente no es un valor en sí mismo. Acaso porque sus vidas transcurren entre los placeres del consumismo y sus secuelas deshumanizantes. Y acaso porque su poderío ante las demás naciones les permite no tener en su agenda el problema de ser países respetados.
Lo cierto es que los países pobres necesitan algo más que una democracia representativa. Al menos en México, los problemas ya son demasiado graves y numerosos como para arriesgar su solución en el laberinto de intermediarios, distorsiones e incluso trampas propias de aquella democracia. Más bien urge solucionarlos con la participación directa, eficaz y cotidiana, de todos. Ya no hay tiempo pra rezar porque nuestros representantes resulten buenos. Tampoco es tiempo para personas que, en cuanto emiten su voto cada tres o seis años, regresan a su condición de súbditos (haciendo del representante su nuevo caudillo) o de vegetales (sólo preocupados por la vida material).
Lo que se requiere es ciudadanos de tiempo completo y capaces de valorar su participación como algo que dignifica. Si aun así no se resuelven los problemas del país, por lo menos queda el honor de haber participado en el intento. Nada más indignante que un gobierno que ni resuelve problemas ni deja participar a otros en su solución. Nada más dignificador, en cambio, que participar en el mejoramiento de nuestra sociedad.
La democracia en tanto participación social, es un valor en sí mismo. Es una cuestión de dignidad. Sólo los vegetales y los súbditos pueden vivir sin participar. En contrapartida, sólo con la amplia y decidida participación de la ciudadanía podrá salir adelante, entre otras cosas, el primer gobierno electo en la capital del país. Del mismo modo en que sólo atendiendo el reclamo de dignidad podrán solucionarse conflictos como el de Chiapas. A lo largo de siglos, los pueblos indios mantuvieron su ejemplar celo por la dignidad, a través de la resistencia contra la muerte civil, cultural, cuando no física. Ahora, enhorabuena, deciden hacerlo a través de la exigencia de participar en la (re)construcción de México.
Además, para países como el nuestro la democracia como fuente de dignidad se antoja indispensable para frenar su desnacionalización. Mientras no recuperemos capacidad para hacernos respetar por las naciones ricas, no podremos participar con eficacia en la edificación de un mundo justo, democrático. A su vez, esa participación sólo será posible con el empuje de una sociedad integrada por ciudadanos dignos.
Bien por la democracia representativa... cuando funciona sin distorsiones ni trampas. Pero debe cimentarse en una democracia tan dignificante como participativa. De no hacerlo, aquélla resultará muy frágil; y nuestros problemas --incluida la escasez de dignidad-- continuarán agravándose.