En este fin de siglo la nación se encuentra lacerada entre dos principios que encarnan prospectivas históricas divergentes: globalización y micronacionalismo. Y no caben muchas dudas acerca de cuál de estas dos fuerzas ganará la contienda. Y menos aún acerca del hecho de que quien sea derrotado lo será con justa razón y por suerte de todos.
El micronacionalismo encarna hoy la incapacidad de muchos (producto de fanatismos, exclusivismos o sueños autárquicos de vario tipo) para enfrentar este nuevo ciclo de la historia universal que nos conduce hacia la confrontación de las diversidades y la compleja búsqueda de su complementación. Es ahí donde el miedo a la diversidad (o a la pérdida de alguna verdad absolutamente redentora) produce un repliegue disfrazado de defensa de lo único, lo que no debe ser contaminado, lo que es principio de virtudes ontológicas. ¿Es necesario ser Nostradamus para saber que la ETA española o la Liga Norte italiana están destinadas a ser derrotadas mientras producen una masa considerable de dolor, estupidez mesiánica y pérdida de tiempos?
Que la ETA y Herri Batasuna (su vergonzante e hipócrita apéndice político) disfracen su desconcierto, frente al mundo que cambia, con altisonantes estupideces que en su primitivismo cultural creen ``socialistas''; que la primera use el asesinato de aquellos que están en desacuerdo con ella como forma ``épico-heroica'' de autoafirmación, son sólo las máscaras trágicas de un pasado que está derrotado y aún no lo sabe. De la misma manera en que el racismo disfrazado, la rebeldía fiscal localista o la búsqueda de una identidad exclusiva son en la Liga Norte italiana formas para gritar fuerte la propia vaga inadecuación frente a un mundo que se ha vuelto incomprensible.
Karl Marx que, cualquier cosa pueda decirse de él, fue uno de lo gigantes intelectuales del siglo XIX algo había entendido con absoluta claridad: el carácter trágicamente progresista de una revolución industrial para la cual no había alternativas, sino una: intentar gobernar las enormes fuerzas que con ella se habían puesto en movimiento. Convertir la industrialización en el ``mal'' que debería ser derrotado era, en su opinión, una forma de escapismo reaccionario. Algo similar podría hoy decirse de aquellos que no terminan por entender que la globalización, en la cual las fuerzas económicas más dinámicas del mundo se han enfilado, no es el ``mal'', no es sinónimo de ``neoliberalismo'', sino el espacio ineludible de una historia que ya no podrá ser otra.
Pero dos cosas deben ser dichas al margen de la globalización. La primera es que estamos aquí frente a fuerzas económicas en acción que necesitan nuevas formas de gobierno y no la apología de sus supuestas virtudes redentoras. ¿Qué hacer con la incómoda (y peligrosa) centralidad del dólar en las finanzas mundiales? ¿Cómo evitar que la corrección de los desequilibrios externos produzca retrocesos desastrosos en la capacidad de crecimiento de los países en desarrollo? ¿Cómo complementar innovación tecnológica con defensa del empleo? ¿Cómo crecer sin asaltar equilibrios ecológicos ya frágiles? El ensalzamiento acrítico del mercado no contesta a una sola de estas preguntas. La segunda cosa que necesita ser dicha es que una globalización que no quiera naufragar en los antagonismos involuntariamente producidos por una ideología demasiado ``perfecta'' necesita reconocer la necesidad de experimentar nuevas formas de autonomía regional, como en estos días está ocurriendo en Inglaterra acerca de Escocia y Gales.
Pero ¿qué demonios tiene que ver la mayor autonomía regional con los asesinatos de ETA o con los micronacionalismos al estilo de la Liga Norte italiana? ¿Por qué será que lo necesario siempre tiene que ir junto con su delirante, y trágica, caricatura?