Raymundo, que es torpe para lo verbal, nunca había escuchado a nadie hablar como Jacinto. Convencido de cada cosa, y muy, cómo decirlo, muy de adentro, ese campesino le inspiraba autoridad, a él, dándoselas de anarco-dark, ajeno a todo principio de autoridad: ¡bú!
-Te gusta traer arete -dijo Jacinto de la argolla de Raymundo en la nariz. ¿Se burlaba? Raymundo no supo qué decir. Por primera vez le dio pena. Echó una bomba de su chicle. Y Jacinto:
-En la ciudad les gusta estar cortados, mochados, agujereados, pintados de la carne. ¿Será que les estorban unas partes de su cuerpo? Desde que me acuerdo, no me acuerdo que me haya sobrado nada.
Inesperadamente, Ray pudo articular algunas frases seguidas. De chiquito tardó en hablar, lo creyeron mudo, o tartamudo, o tarugo. De grande, como se puso fuerte, le cogieron miedo hasta sus hermanos mayores. Pero habla tan poco como Rocky, el de la película. Así le decían en la Secundaria 87 República de Transilvania, El Rocky, pero ya no; como de chico, es Ray.
-No entiendes, la protesta es un castigo de los símbolos. Así, que ardan, que duelan. Atizarse, atacarse y atacar, decir que no y que no y que no y que no.
Calló, admirado de sí mismo. Hasta Jacinto, que no lo conocía, se sorprendió del arrebato de elocuencia de su invitado en el asiento del Flecha, agitando las manos, apretándolas al aire.
Se quedaron callados, miraron el paisaje. Ya había amanecido.
Los agentes que subieron al Flecha les hablaron a todos como si fueran culpables y exigieron a los hombres bajar de la unidad. A ver quién les decía que no a sus R-15.
Cuando al enfrenón Jacinto masculló ``retén'', no imaginaba Jacinto de lo que se trataría. A un viejo, por tropezarse en la escalerilla, un agente le soltó tres patadas. Los aventaron contra el Flecha, las manos pegadas a la carrocería, y les sacaron hasta el aire. Armas, drogas, lo que fuera, algo tenían que traer. A Ray, de negro, estoperoles y con su pinta, lo vieron deveras gacho y lo pusieron aparte. Uno de los agentes le pegó durísimo en la oreja, le zumbó todo. Revisaban de mala manera los equipajes, desarreglándolos. Lo bueno que él no traía otro bulto que él mismo.
Llegó al momento de mirar unos metros más lejos, y descubrir el campamento militar, y los soldados, un chingo, contemplando el operativo, detrás de trincheras y apuntando a Raymundo; pensó: ``¿En qué país estamos?''
A Jacinto lo reconocieron. Bien fichado.
-Mira, el lidercito -dijo el más sargento, que le alzó la cara:- ¿Ya fuiste a ver a tus comandantes, eh, güevoncito?
El operativo se prolongó tanto que el chofer del Flecha se fue a echar un taco con unas señoras que tenían su anafre. Economía de guerra.
Ray, todo friqueado, no entendía nada -es- nada. Notó cómo vapuleaban a Jacinto. Y notó que Jacinto se echó un paso atrás, como tigre, y pareció que iba a saltar sobre los agentes de negro con sus puras manos. ``Ya se la partieron'', pensó Ray.
Al contrario. Los agentes se pusieron serios, se detuvieron, se les estaba pasando la mano. Sin entender el motivo, Raymundo vio que los judiciales le tenían una especie de miedo a Jacinto, quien, sin decir palabra, les dio la espalda y caminó hacia Raymundo, rodeado por tres agentes a la sazón, y le dijo:
-Ya salte de allí, no les haga caso.
Como el aludido venía sin agujetas, se le salió una bota. Tropezó. Eso le dio más nervios, pero notó que los agentes no intentaban detenerlo y subió al autobús. Al señor del asiento de atrás le habían abierto una ceja, de un cabezazo porque-sí. Un agente lo usó para practicar algunos ejercicios de defensa personal. Al fondo lloraban dos niños.
Era la entrada de la sierra, el camino a la desviación a Zacualpa. La tierra oscura.
-¿Ya viste cómo funcionan las libertades democráticas en nuestras tierras? -dijo Jacinto cuando arrancó el Flecha.
Ray creía que no existían peores policías que los de la capital. Los oídos le sonaban como tambores.
-Bienvenido a la sierra -ironizó Jacinto y se quedó dormido.
(La semana entrante: Una lechuza que parece gallina.)