Camino a la plaza me abordó un merenguero con un acento de entusiasmo que me sugería que el tiempo no había pasado y que en ese momento regresaba a la niñez a jugar volados. Pero si mi mano había olvidado las habilidades para el manejo del águila o sol, al cabo de pocos minutos, el merenguero me había ganado el cambio que traía en los bolsillos y aún más.
¡Cámbiame uno de a 20!, le digo.
Como de rayo se dirige a uno de los puestos que circundan el coso con el billete a cambiar por monedas. Al mismo tiempo que seguimos disparando volados, he sentido una emoción antigua, una emoción como sólo en la juventud puede sentirse. Una especie de insurreción de recuerdos dejándome la mente vuelta hacia atrás, mirando de cara los años juveniles ¿No era así, con ese mismo tono dramático y gesto de desesperación, como arriesgaba hasta mi último centavo? Sí, eran las primeras aventuras en el mundo de la emoción prohibida. La hora trascendente del arriesgarse a morder la fruta prohibida del azar. El primer amasiato con la suerte.
Entrar a conocer la amarga sabiduría de que la vida toda cae dentro del poder del azar. Ese azar que luego recrearía tantas veces, leyendo a Mallarmé, enfrentándonos a que la vida es un tiro de dados, un águila o sol que cuando desciende la moneda rápido hacia el suelo, en los segundos de ansiedad, el cuerpo queda paralizado en la inquietud de lo improbable en el medio de la noche que hablaba el poeta francés.
Los volados, una de las tantas representaciones del azar, la desplazaba en la corrida a la salida de los toros por la puerta de chiqueros. Esa que implica el orgullo y el frenesí del triunfo, como el de Jerónimo hace 15 días, o la de Gerardo Gaya la tarde de ayer. O la impresión estupefacta del fracaso, como la de los ases de la novillería; Alfredo Gutiérrez y el español José Antonio Iniesta, a los que el ser se les desmoronó al fracasar, es decir, al perder el volado.
No existe nada seguro en la vida, ésta es una jugada de monedas en el aire que no se deja comprender bien por la lógica tradicional. Al igual que el toreo que juega a la muerte y es por esencia ilógico. El prestigio tentador de cada tarde en el ruedo, girando en torno al azar de lo que saldrá por la puerta de los sustos. Y si lo que sale son novillines, chicos pero enrazados de la Venta del Refugio que requerían de toreros que supieran torear, la fiesta soñada que esperaban los cabales se vino por la tierra. Sólo el relleno del cartel, Gerardo Gaya, sin tantas presunciones, en su modestia se jugó la vida con un encastado novillo y se entregó en un estoconazo en todo lo alto y se llevó la tarde con una oreja ganada a ley.
Es por eso absurdo querer volver la fiesta torera algo mecánico con toritos sin casta --amaestrados--, sin peligro, para que los modernos toreadores repitan, hasta la monotonía, la tarea aprendida del derechacito. Si los toros no se prestan a esas monerías las corridas se vuelven tediosas hasta la saciedad. De todos modos, cuando parecían perdidas las esperanzas surge un joven, Jerónimo, se para en el centro del redondel y, sin saber torear aún, expresa lo que tiene en su interior y el novillo se pliega a su cadencia, su son, su campo bravo. Lo mismo diría de Gerardo Gaya, que a falta de recursos clavó las zapatillas en el redondel y domeñó la enrazada y difícil embestida de su novillo para salir triunfador. En ésta como en todas las tardes de toros, la moneda está en el aire y las sorpresas también. Lo cual es la grandeza de la fiesta brava.