La Jornada lunes 28 de julio de 1997

Héctor Aguilar Camín
Novedades de fin de siglo

Hay que haber vivido los últimos 20 años en México para saber que hoy existen aquí tres cosas que no existían entonces: votantes libres, partidos políticos competitivos y opinión pública independiente. Hay que ser historiador para saber que esas tres cosas existen juntas por primera vez en México, que no existieron antes en ningún momento del pasado y que su inexistencia explica, en buena parte, la mezcla de explosiones inesperadas y estabilidades autoritarias que caracterizó la historia política del país durante el último siglo y medio.

A principios del siglo XIX, México se definió legalmente como una república democrática y federal, a imagen y semejanza de Estados Unidos. Pero la realidad no coincidió con la ley. Los mexicanos pudieron trasladar ``la letra de la ley'', pero no ``el espíritu que la vivifica'', según resumió Alexis de Tocqueville en La democracia en América. Oscilando entre ``el despotismo militar y la anarquía'' (Tocqueville), México sólo encontró estabilidad política en regímenes que respetaron la ley en la forma pero la violaron en el fondo. Son los regímenes de Porfirio Díaz (1884-1910) y el régimen presidencialista del PRI (1929-1994).

Durante esos periodos largos de estabilidad, México fue formalmente una república federal con división de poderes, pero en la realidad el poder Ejecutivo sometió a los otros y la federación centralizó decisiones básicas de los estados. Hubo siempre elecciones, pero fueron sin excepción controladas por los aparatos públicos que ``legitimaban'' con votos ficticios victorias de candidatos previamente designados. Los partidos políticos fueron minoritarios, o invenciones del propio gobierno para mantener una apariencia de contienda democrática. La independencia crítica de los medios podía encontrarse en zonas marginales, pero sólo por excepción invadía los grandes diarios, la televisión y la radio.

La herencia viva de aquella ficción jurídica apenas puede exagerarse. Desde lo profundo de su cultura y su sensibilidad política, la mexicana no es sociedad que crea en la vigencia y la obligatoriedad de la ley, y este es el mayor de los obstáculos para completar su transición a la modernidad política. Ello no obstante, en el último cuarto de siglo, a remolque de los fracasos económicos de los gobiernos priístas, algo del espíritu vivificante de la vida democrática de que hablaba Tocqueville ha tomado forma institucional en México. Las elecciones se han vuelto limpias y los votantes se han vuelto reales, expresión de una sociedad urbana, educada, participativa. Los partidos políticos han dejado de ser el disfraz de una fracción, un caudillo o una maniobra escenográfica del gobierno. Hoy son verdaderas ``entidades de interés público'', como los define la ley, que arrastran tras sus candidatos a millones de ciudadanos. La prensa y los medios se han vuelto exigentes tribunales de los actos de gobierno. El tono crítico ha dejado de ser minoritario en los medios y tiende a ser condición de credibilidad e influencia.

México lleva un cuarto de siglo demoliendo un sistema político autoritario --no dictatorial-- para construir uno democrático. Acaso la noticia política fundamental del fin de siglo sea, como indican las elecciones de julio de 1997, que tres actores fundamentales de ese nuevo régimen han sido, finalmente, construidos: elecciones libres, partidos políticos competitivos, ciudadanos reales. Todo lo demás, lo que antes garantizó la estabilidad política, está a la baja: el presidencialismo sin contrapesos, el partido hegemónico ``revolucionario'', el control corporativo de la sociedad, la centralización de la vida pública. El riesgo de la situación es muy claro: que los nuevos actores no basten para encauzar las resistencias y fracturas del mundo que se va.

Muchos mexicanos creen que las historias de crisis, corrupción y sangre, que han llenado la prensa nacional y mundial estos años, son parte del México que se despide. Hay algo de ilusionismo en esa percepción, un optimismo democrático que celebra los cambios sin atender los riesgos. El hecho histórico es que todos los experimentos democráticos de México terminaron en dictadura o revueltas. La novedad del fin de siglo es que por primera vez existen fuerzas institucionales capaces de evitar ese destino: elecciones libres, votantes reales, partidos políticos y una opinión pública beligerante, que vigila y acota los actos de gobierno. Esas fuerzas han tardado dos siglos en llegar, y no garantizan nada por sí mismas, pero es un hecho también que nunca antes en su historia México estuvo mejor preparado para el cambio democrático que se propone.