La Jornada sábado 26 de julio de 1997

LOS GOBIERNOS ``DUROS'' SUELEN SER DEBILES

Un gobierno duro no es necesariamente fuerte. La fortaleza del Estado, ciertamente, proviene del consenso que puedan obtener el aparato y el equipo gobernantes y no de su capacidad represiva. Es conocida, en efecto, la frase del duque de Tayllerand según la cual ``con las bayonetas se pueden hacer muchas cosas, menos sentarse encima''.

Ahora bien, el gobierno de Alberto Fujimori comenzó hace siete años con un gran consenso proveniente de la esperanza popular de que el Chino desconocido fuese honrado y trabajador (como los son los asiáticos asentados en la zona andina), combatiese la corrupción y pusiese orden en un país desquiciado. Sin embargo, su política económica de choque, que redujo el ya bajo nivel de vida de las mayorías, su dependencia de los militares y la complicidad de muchos de éstos con el narcotráfico y la corrupción de todo tipo se sumaron al repudio que provocó en muchos peruanos el autogolpe mediante el cual Fujimori cerró el Parlamento y se hizo reelegir. Su popularidad caía ya rápidamente, cuando el aplastamiento del grupo guerrillero que había tomado la residencia del embajador japonés en Lima le dio nuevamente la imagen de un hombre decidido y firme. Poco después ese consenso se marchitó a la luz de sucesivos escándalos: torturas y asesinatos en los propios servicios de inteligencia, lazos de militares con el narcotráfico, avasallamiento de los jueces que no acataron órdenes del Poder Ejecutivo, intercepciones telefónicas clandestinas, acallamiento de los medios de información no alineados con el gobierno, perpetuación en la jerarquía de las fuerzas armadas de oficiales implicados en delitos o sospechosos de haberlos cometido (como el propio brazo derecho del presidente, Vladimir Montesinos, quien es también acusado de estar a sueldo de un servicio de inteligencia extranjero y de tener lazos con la producción y venta de drogas). Ahora Fujimori tiene una popularidad, según las encuestas, que oscila en torno al 30 por ciento, mientras dos tercios del país ni le creen ni quieren su tercera reelección.

Esa mayoría de descontentos está compuesta, es cierto, por los viejos sectores conservadores (que se oponen al populismo derechista del presidente y al peso de los militares), pero también por la intelectualidad progresista y los estudiantes universitarios (que repudian la represión) y por vastos sectores obreros y populares (que rechazan una política económica que, como en otros países de nuestro continente, ha provocado la concentración de la riqueza junto con la desocupación, las emigraciones, la miseria, la rebaja de los ingresos reales, más privatizaciones y una mayor dependencia del exterior). Estos grupos heterogéneos forman un bloque en el que militan los sectores tradicionales (que se expresan por medio del diario El Comercio y del ex secretario de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar), más los industriales semiarruinados, la centroizquierda y la izquierda clásicas, que están en plena ofensiva para debilitar al presidente peruano e impedir su reelección. Este, por su parte, depende cada vez más esencialmente de los militares que, además, están divididos. La situación, por consiguiente, se hace cada vez más tensa y grave y la legalidad corre serios riesgos, a no ser que el gobierno opte por garantizar las libertades de reunión y de información, abandone las prácticas ilegales, depure su entorno e investigue todos los delitos y no solamente los que puedan haber cometido sus opositores. Es deseable, por lo tanto, que los gobiernos latinoamericanos hagan saber a Fujimori que la cuerda política no se puede estirar demasiado y que la violencia oficial es expresión de debilidad, no de fuerza, y puede provocar, a la larga, otras violencias.