Paulina Fernández
Democracia institucional /I

Desde el mismo día de las elecciones, el gobierno federal empezó a usar un discurso político distinto cuyo objetivo ha sido, por un lado, sacar provecho de la derrota, atribuyéndose la iniciativa de la reforma política y derivando de ahí su paternidad de la democracia; y por el otro lado, invalidar cualquier otra forma de lucha por la democracia que no sea la institucional, es decir, la electoral.

Este discurso, si bien lo empezó a usar el gobierno actual a partir del 6 de julio, como posición oficial no es nueva, en cuanto que parte de las mismas premisas y contiene los mismos objetivos expuestos hace 20 años, cuando se estaban definiendo los términos de la reforma política de 1977, la primera de una serie de reformas electorales que han acompañado a las crisis económicas de este largo periodo que todavía no termina.

Conforme pasan los días se ha podido apreciar que las elecciones del 6 de julio han sido tomadas como pretexto para justificar decisiones de gobierno que no se han querido explicar, y cada vez que un vocero oficial declara sobre el tema, se va precisando el sentido político del discurso oficial, así como el destinatario.

En su mensaje con motivo de la elecciones, el Presidente de la República quiso compartir el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas adelantándose a los tiempos legales para felicitarlo, a la vez que reivindicaba para sí la propuesta de la elección del jefe de gobierno por voto universal y secreto, como punto central de la reforma política impulsada por él. Al día siguiente el mismo Ernesto Zedillo quiso inscribir su reforma electoral en la historia de las luchas políticas marcadas por 1968, y sin importarle la tergiversación del sentido de ese movimiento estudiantil y popular, e incluyéndose entre los jóvenes de aquella generación, celebraba que ``al cabo de casi 30 años ha quedado demostrado que quienes creemos en las libertades y la democracia, también creemos en las instituciones''.

En el discurso presidencial poselectoral reaparece la tentación de enfrentar entre sí a fuerzas de oposición, recurriendo a esa dualidad maniquea ya utilizada a propósito de la guerrilla y ahora referida a una izquierda buena, pacífica y legal, de donde se debe desprender que hay una izquierda mala, violenta e ilegal: ``siempre he pensado -dijo Zedillo- que un partido de izquierda, fuerte, como se acreditó ayer el PRD, es bueno para México, porque su presencia es consecuente con corrientes ideológicas que han dejado huella en la historia del pueblo mexicano, y porque aglutina y ofrece cauces de participación en la paz y en la ley''.

En la lógica de esa secuencia de precisiones, el mismo Presidente estableció que las elecciones probaron que no hay razón válida para apartarse de la ley o para desconfiar de la democracia, por lo que en la vida política de México no caben radicalismos, fundamentalismos ni intolerancia, mucho menos la violencia, como medios para transformar el país hacia la justicia y la equidad social. Adelantándose otra vez a los tiempos y atribuyéndole a los procesos electorales cualidades omnímodas, para Zedillo las elecciones son el camino para resolver nuestros problemas, por graves que sean.

Una vez establecidos los términos y el sentido del discurso político, tal y como desde las esferas gubernamentales deberían ser abordados los resultados electorales, y habiendo marcado el Presidente de la República las pautas iniciales, secretarios, subsecretarios y otros funcionarios menores se sintieron autorizados y seguros para continuar por esa línea. ``Ni la ilegalidad ni la violencia proceden, justificadamente, hacia el cambio'', sentenció el secretario de Gobernación, para quien el mensaje de los ciudadanos que votaron el 6 de julio es claro: ``las urnas son la única vía para la transformación de México''.

Las derrotas priístas, principalmente en la ciudad de México, fueron capitalizadas por el gobierno, que las ha usado para exaltar una reforma electoral que considera suya; y los triunfos de los partidos de oposición están siendo utilizados para consagrar una democracia electoral que niega posibilidades transformadoras a cualquier otra forma de organización y de lucha. El discurso oficial, abstracto en un principio, pronto encontró destinatario concreto, como veremos la próxima semana.