``En nuestra América es siempre la misma historia, Caín mata a Abel'', le decía un día José Vasconcelos al presidente Alvaro Obregón; el vencedor de Villa le contestó: ``Siempre y cuando Abel no lo mate primero''.
La violencia rebasa por mucho la guerra, que es una violencia finalizada, utilizada por el Estado para someter a un adversario. La violencia es inseparable de la vida y la amenaza a la vez. Para el orden social es un peligro permanente que renace siempre (van las grandes urbes del primer o del tercer mundo) y una necesidad: ¿cómo hacer reinar el orden legal sin una fuerza capaz y decidida a obligar? En la crisis presente se multiplican los fenómenos de dispersión, de egoísmo social, crecen las zonas de no derecho y de no ciudadanía y la degradación de viejas disciplinas y lealtades permite el regreso de las bandas predadoras.
Homo homini lupus, ``el hombre es un lobo para el hombre'', repite Siegmund Freud, precisando que ese instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad ni del capitalismo. La violencia es natural; la paz es cultural, por lo mismo frágil. Se ha dicho que el nacionalismo arruina la paz, engendra la guerra; es cierto para los dos últimos siglos en Europa y en América Latina, pero en la larga historia de las sociedades humanas las guerras no son más que una de las expresiones, después de muchas, de la agresividad de la especie biológica que es la nuestra. En nombre del clan, de la ciudad, del príncipe, de Dios, de la ideología, de la raza, los grupos humanos no han dejado de matarse.
El helenismo, sentimiento muy compartido entre los griegos, no impidió que las ciudades se abismaran en guerra mortales; el cristianismo no pudo poner fin a los combates entre cristianos, con todo y la tregua de Dios, la paz de Dios; el Islam tampoco controló a los hermanos en la fe. ¿Qué puede decir el historiador sobre este fenómeno impresionante?
Parece que la prehistoria conoció poca violencia: los hombres muy escasos, dispersos en espacios inmensos, tenían pocos contactos; sobraban los recursos, la competencia era inexistente. Con la gran revolución que lleva la humanidad de la prehistoria pepenadora a la economía agro-pastoral, de la nomadización a la sedentarización, la historia empieza. Empieza precisamente cuando Caín el agricultor, el futuro fundador de la ciudad e inventor de los oficios, mata al pastor Abel. El estudio de las osamentas fechadas entre 10,000 y 4,000 años antes de Cristo revela una muerte violenta en 10 por ciento de los casos. Luego, en los 5,000 años que conducen hasta nuestro presente se logra una lenta reducción de esa tasa de 10 a uno por ciento, la norma de los tres últimos siglos.
¿La causa del cambio? La violencia regulada por la guerra, entre Estados, representa un progreso enorme frente a la violencia anómica de la era neolítica. El problema recurrente es precisamente esa violencia anómica, anterior, posterior o paralela al Estado: basta con mencionar a la vendetta entre familias, o entre comunidades agrarias, o entre pandillas. De manera paradójica, con el progreso del armamento, de los ejércitos, de los Estados, el fenómeno guerrero que nos impresiona tanto mata menos. Su meta no es exterminar sino vencer. Las bajas provocadas por la guerra alcanzaron su nivel mínimo planetario entre 1916 y 1914. Luego surgió la terrible guerra de 30 años (1914-1945), excepción que confirma la regla, pero esos 30 años fueron más mortíferos por la violencia, que no es guerra, sino masacre y genocidio: por la primera vez desde el siglo XVII (la Guerra de Treinta Años) los civiles sufrieron más bajas que los militares: la guerra civil rusa, el terror rojo, la hambruna organizada un Ukrania, el genocidio nazi, no tienen nada que ver con el fenómeno guerrero.
Hoy en día, los horrores de Bosnia y Ruanda tampoco remiten a la guerra entre Estados. Remiten a la violencia dentro de un Estado que desaparece. Las vendettas tribales se vuelven altamente mortíferas porque disponen de un armamento industrial barato. No está garantizado que el fin de las naciones ponga fin a nuestra singular propensión hacia la violencia. A los adversarios del Estado-nación me gustaría recordarles que, frente a los conflictos étnicos, religiosos, sociales, la nación, en su principio mismo, fue considerada como un factor esencial de pacificación.