El Distrito Federal empezará dentro de poco a gozar de un estatuto de autonomía. No será aún una entidad con plenos derechos políticos, un estado de la Unión, pero tendrá su propio Legislativo y un gobierno elegido por los ciudadanos. Esa autonomía expresa viejas aspiraciones ciudadanas, especialmente la de acabar con la regencia, es decir, el gobierno local del Presidente a través de un miembro del gabinete.
Es contrastante, sin embargo, que la petición de autonomía les sea negada a los pueblos indios de México. El movimiento indígena está pidiendo aún menos capacidad autonómica que la ya concedida a la ciudad de México y, sin embargo, en ello se observa un peligro de secesión, un camino para la disgregación del país o para su balcanización.
Las regiones autónomas en las zonas habitadas por los pueblos indios tendrían, quizá, menor capacidad legislativa que el Distrito Federal, pues seguirían existiendo los estados con sus poderes legislativos, judiciales y ejecutivos. Los municipios de las comarcas indígenas tendrían que vincularse entre sí, dentro de la región autónoma, para dejar atrás esa precariedad extrema que les caracteriza y, al mismo tiempo, los poderes de los estados tendrían que transferir a dicha región autónoma una parte menor de poder que la ya otorgada por la Federación a la ciudad de México.
Las normas fundamentales, tales como la forma republicana de gobierno, el sufragio popular, las garantías constitucionales, los derechos humanos y sociales, estarían tan vigentes en las regiones autónomas como lo estarán en el Distrito Federal a partir del presente año. ¿Cuál es, entonces, el miedo?
Ernesto Zedillo ha llamado al diálogo al EZLN, pero ¿para qué? ¿Se trata solamente de un acercamiento para reiterar que el gran límite de toda negociación es la integridad del país? Pero si los indios de México son los que menos han puesto en riesgo esa integridad. En verdad, el Presidente mexicano considera a los indios como extranjeros en potencia y advierte la posibilidad de un conflicto étnico.
Esta visión del poder incluye una culpa no confesada: los indios son tratados como mexicanos de segunda, menores de edad, gentes de poca razón. En el fondo se les teme, más aún cuando algunos de ellos se han levantado en armas. Y aquí encontramos una versión extraviada de la rebelión de Chiapas, la misma que dio a conocer en su momento la Secretaría de Gobernación: infiltrados han manipulado a los indios y hay extranjeros en el movimiento. Si la manipulación de los indígenas ha sido función exclusiva del poder, entonces cualquier otra manifestación india tendrá que ser un desafío.
Hay demasiadas máscaras alrededor del trato del presidente Zedillo al EZLN y a los acuerdos de San Andrés. Hace falta un diálogo directo entre mestizos e indios, incluido el gobierno y los partidos, para encarar un problema que no puede seguir congelado como la imagen tradicional del indito sentado en posición fetal durmiendo la siesta con su sombrero puesto. No hay modernidad sin derechos, sin posibilidad de acceso de todos al poder público. Cuesta tener que repetirlo: también los indios de México son mexicanos.