Adolfo Sánchez Rebolledo
Memorias de la guerra fría

Cuando el banquete de la democracia estaba en su momento más amable --``en la hora de la política y la democracia'', como definió el secretario de Gobernación--, un oscuro general cuyo nombre la historia apenas recordaba, nos trajo un revival del 68 para actualizar la pesadilla.

2 de octubre, en efecto, no se olvida. Emocionado sinceramente, el ex jefe del Estado Mayor del presidente Díaz Ordaz hizo la relación de los hechos de 1968, pero no dijo nada nuevo. No probó ninguno de sus asertos. Repitió lo mismo que en su tiempo dijeron Martínez Domínguez y otros que allí estaban.

Desde la realidad mítica en la que se ubica el general no caben dudas o simples matices. La suya es una verdad revelada que no requiere demostración. En rigor, la versión histórica ofrecida por el general es, a la letra, la que el gobierno sostuvo en aquellos días. Reitera la intolerancia, el respeto instintivo a la autoridad consagrada como fuente de sabiduría, en fin, la misma cantinela pseudoexplicativa de siempre.

1968 parece tan lejos que no vale la pena ocuparse de estas declaraciones, salvo para dejar a salvo el honor de quienes sufrieron la represión. Y, sin embargo, el discurso es mucho más que una pieza oratoria anacrónica. El general procura que los argumentos de ayer se comprendan en clave contemporánea, como una metáfora, apenas velada, en torno al momento actual y en defensa de los valores definitivos del autoritarismo (el 2 de octubre no derrumbó la Bolsa). Es un alegato a favor de la intolerancia que está en el corazón de nuestro siglo autoritario.

La versión del 68 ofrecida por el general apunta, además, a una faceta del Estado mexicano que no debe olvidarse a la hora de las nostalgias. El argumento de la conjura de inspiración extranjera resuena extraño hoy, pero era el lugar común que nutría a los servicios de inteligencia nacionales y dictaba políticas de Estado. En rigor, bajo el paraíso del nacionalismo mexicano jamás hubo opositores sino conspiradores. Y a todos se les trató así, como agentes de Moscú. Para el gobierno de la época, los acontecimientos de 1958 y 59, que culminaron con la represión a los ferrocarrileros, el encarcelamiento de Demetrio Vallejo y Valentín Campa, dando paso al ``desarrollo estabilizador'', no fueron otra cosa que expresiones directas de la guerra fría. Jamás hubo otra versión oficial. Nunca se ofrecieron pruebas. Prevaleció la más inicua ilegalidad.

El mundo cambió. La guerra fría quedó atrás pero aquí no hubo un aggiornamento. Algunos se adaptaron a los nuevos aires democráticos; otros, como el general, no podían ni querían hacerlo.

Recordar esos días es importante a la hora de reclamar paternidades democráticas. ¿Cuándo se atreverá el Estado mexicano a revisar su historia reciente sin temores? ¿Alguna vez seremos testigos de una autocrítica? La apertura que se defiende en otros terrenos es cerrazón absoluta en esta materia, y si no recuérdese la infortunada polémica sobre los libros de texto de historia hace no tantos años. ¿O será que el establecimiento de la verdad histórica también depende de la transición democrática?