Abro este artículo con algo que en apariencia nada tiene que ver con la obra, pero sólo en apariencia. Hace muy pocos días murió Emma Teresa Armendáriz de un infarto masivo, cuando estaba representando una comedia comercial. Ya había pasado la etapa más brillante de la carrera de esta actriz muy poco vivencial, aunque muchos recordamos la serie de obras --todas importantes-- en que participó bajo la dirección de Rafael Lopez Miarnau, lo que la obligaba a trabajar en obras muy menores, pero con tal eficacia que una de las asociaciones de críticos acababa de otorgarle un premio. Relatan sus compañeros que empezó a dar muestras de fatiga y perder el hilo de sus parlamentos, pero se negaba a salir de escenario e intentaba, con grandes esfuerzos, terminar la escena. Se desplomó cuando por fin, con un pretexto improvisado la pudieron sacar, ya rumbo a su camerino. ``Murió como hubiera querido'' fue el comentario obligado y esa integridad profesional que sostuvo hasta el último minuto mueve a admiración, pero también pone en el tapete la cuestión de lo que significa ser actor.
En los dos primeros volúmenes que el CITRU ha publicado dentro de la colección --que ojalá se mantenga-- Bitácora de teatro se investiga algo de esa condición. Desde luego, Héctor Mendoza la explora, desde el punto de vista de los modos actorales, en Creator principium, texto y montaje en que resume sus propias teorías acerca de la actuación. En la bitácora de Cuarteto de Heiner Müller, el puntual seguimiento que hace Rubén Ortiz nos muestra lo que Ludwik Margules pide --y da-- a sus actores y lo que Laura Almela y Alvaro Guerrero, en sendas entrevistas, piensan acerca de su profesión.
Pervertimento y otros gestos para nada, de José Sanchís Sinisterra, se nos presenta como una ``anatomía humorística del teatro'' en el que se hacen referencias a las tareas de los teatristas y se intenta incidir en el factor público, al tiempo que se narran, muy truncas, las historias de amor de dos parejas. Desconozco el original, por lo que no puedo compararlo con la versión de Aline Menassé pero, por lo que se ve en escena, carece de hondura en estas reflexiones fragmentadas y en muchas cosas es predecible y muy poco original, como en el alargadísimo final en que los personajes hablan de sí mismos, que tiene muchos visos de Milan Kundera en Jacques y su amo, basado en Diderot. Un eco de esta obra y de muchas otras --varias, por cierto, actualmente en cartelera-- es el recurso de romper la cuarta pared y tomar en cuenta al público como ente participante y presente; incluso, en uno de los momentos menos afortunados, el actor José Carlos Rodríguez pide a los espectadores que cierren los ojos mientras él calla, para ``llegar al fondo de la cuestión'', que nunca sabremos cuál es, a pesar de que se nos habla del desamparo al no ver, de recuperar nuestra libertad cuando abramos los ojos, etcétera: en ese momento se piensa que, efectivamente, se trata de gestos para nada.
Se pueden contar siete momentos o escenas de la obra muy desarticulados entre sí aunque unidos por un sutil hilo conductor que es el teatro, aun la del acoso de las palabras que podría relacionarse con los parlamentos. Muy brillante y definitoria de la tarea actoral es la de la preparación del monólogo en que la actriz encara el eterno problema de este modo teatral, que es el de a quién dirige el actor sus palabras y por lo tanto va cambiando sus tronos según se imagine a su receptor. Muy graciosa, aunque no ofrezca mucha novedad, resulta la del ensayo y todas tienen la virtud de poner retos a los actores y permitirles variantes y matices.
La dirección de Aline Menassé saca todo el provecho a un texto más bien desasido. Ignoro si son del autor o de la directora algunas soluciones, como que el personaje-actriz que ensaya su monólogo sea la protagonista de una historia que nunca vemos porque ocurre ``al lado'', y que el cadáver al que se dirige sea el actor-relator que muere al principio. De cualquier modo, su dirección es excelente, con transiciones muy limpias, trazo que ocupa todas las áreas y esa cama que se convierte en portón, también ideada por ella. Los actores --Aracelia Guerrero, Luis Artagnan, José Carlos Rodríguez y María Pankova-- logran vencer las dificultades de encarnar personajes distintos en historias, si es que las hay, fragmentadas y en diferentes tonos. Es esta una de las veces en que la escenificación supera al texto, dentro de lo que se quiere un ciclo --dos obras no hacen un ciclo-- Sanchís Sinisterra.