Alberto Palacios
La pureza de la ciencia

La ciencia indiscutiblemente ha contribuido a mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los seres humanos. Nadie negará que la refrigeración, la conservación de alimentos y medicamentos, el teléfono, el correo electrónico, la vacunación masiva y los fertilizantes son directamente benéficos para nuestra especie. Como destructivas son las armas químicas, la guerra nuclear, los helicópteros guiados por láser y el tráfico de drogas destiladas en laboratorios clandestinos. Pero coincidirá el lector en que la creación científica no es responsable del uso que ciertos individuos o gobiernos hacen de sus productos. Aquí habría que remontarse al mercantilismo, a la explotación del hombre por el hombre, al sometimiento de poderosos sobre consumidores, a la codicia y otros tantos pecados capitales (o capitalistas).

La investigación y los cuerpos científicos guardan celosamente su autonomía. De ello depende su credibilidad y su respeto. Como en otras profesiones, los investigadores científicos han diseñado mecanismos de entrenamiento y reconocimiento exigentes, vocabularios sofisticados, jerarquías de prestigio y procedimientos especializados para validar o comunicar su trabajo. Tales prácticas aislan y protegen a la comunidad científica de contaminaciones poco serias, charlatanerías, individualismos y adhesiones dogmáticas a códigos ajenos, grupos o sectas. Puede criticarse que la elaboración científica no es popular, que no está a disposición del escrutinio social o gubernamental. Sin embargo, a través de los siglos esta misma impermeabilidad le ha valido a la comunidad científica su independencia, su seriedad, su aceptación general y hasta podría decirse que la inmortalidad de sus contribuciones. ¿Qué sería de los antibióticos si, en lugar de probarlos a ciegas contra diferentes bacterias, se hubieran mezclado con hierbas y menjurjes en afán de potenciar su efecto? ¿Sabríamos hoy que una fractura debe reducirse porque de otra manera conlleva deformidad y minusvalía, sin haberlo atestiguado y documentado en el pasado? ¿Le creemos a un predicador por su elocuencia o porque sus postulados se traducen en hechos tangibles? Hasta no ver y comprobar por otros, no creer, nos reitera el conocimiento científico.

La ciencia protege su integridad y su veracidad con singular empeño.

La razón es obvia: los beneficios pueden alcanzar potencialmente a todos, y por ello tienen un valor inigualable. Los avances médicos, por ejemplo, son protegidos mediante la discreción de los doctores, las reglas de ética en investigación, la impenetrabilidad de una compañía farmacéutica o biotecnológica que los desarrolla y promueve.

En años recientes, este aspecto -en especial lo referente a la producción y venta de medicamentos- ha generado controversia debido a los obscenos márgenes de ganancia que ciertas compañías pretenden obtener frente a una población necesitada y depauperada. Pero, nuevamente, eso no descalifica a la ciencia, sino al uso mercantil que se hace de sus contribuciones. Debemos reconocer que la mayoría de los enfermos acceden y conocen del beneficio científico mediante sus médicos. Tienen información limitada respecto de la fisiopatología de su padecimiento y depositan la confianza en el criterio y honestidad del doctor para sugerirles o probar tal o cual fármaco para aliviar sus síntomas. Se produce así un encuentro inusitado, mágico, idealmente perdurable, que reclama una honestidad y una discreción a toda prueba. Así, cuando los médicos piensan que un paciente puede beneficiarse de un tratamiento aún no probado, pueden proponerle al enfermo que se integre en un ensayo ``doble-ciego'' para investigar la utilidad y seguridad de tal terapia. Se entiende (y los comités de ética biomédica exigen un acuerdo por escrito) que ni uno ni otro conocerán las dosis, la secuencia o la naturaleza de ese tratamiento. Para eso se diseña un estudio en el que un grupo de enfermos recibe el medicamento en cuestión -sin marca o colores distintivos-, y otro grupo igual recibe una tableta o inyección de tipo placebo: igual al medicamento que se está probando en aspecto, pero inerte. Esta prueba a ciegas permitirá demostrar que el fármaco en cuestión es útil, seguro, y está exento de efectos indeseables (o por lo menos, que no son peligrosos). En tal estrategia no se permiten chanchullos, trucos, o desviación de los resultados. Para que un medicamento demuestre su utilidad, debe lograrlo por sí solo, sin manipulaciones ni urdimbres. Ese es un principio científico inalienable, que protege al investigador que descubrió la sustancia activa, al médico que la está probando y sobre todo a los pacientes que podrían recibirlo para tratar su enfermedad.

Imagine el lector que se permitiera manipular esas pruebas terapéuticas por interés personal, por dinero o competencia desleal.

¡Cuántas reacciones secundarias, cuántos fracasos, y quizá cuántas vidas estarían en juego! Por eso cuando un grupo de individuos, enfermos o sus familiares, muy comprensiblemente pretenden influir el curso de la investigación médica, el riesgo es crear un sesgo a la validez de los resultados y una verdad a medias. Es deseable y hasta loable que los organismos civiles presionen a la comunidad científica para que acelere sus compromisos, para que trabaje más arduamente a fin de obtener vacunas, medicamentos menos tóxicos, medidas preventivas más seguras y universales. Los científicos están obligados a escuchar y atender las perspectivas de las comunidades de pacientes cuando demandan atención y directrices respecto de las enfermedades más prevalentes o más dañinas. Además, están obligados por sentido humanista a denunciar las malas prácticas y el enriquecimiento ilícito a costa de la salud de las poblaciones necesitadas. Pero la ciencia como tal debe permanecer ajena, purificada de influencias políticas o sociales; debe seguir creando conocimiento para beneficio de todos, sin privilegios y sin preferencias. Sólo así podemos creer en ella y tal vez preferir el medicamento probado científicamente al remedio casero que no alivió nuestro dolor anoche.