MIRADAS Ť Consuelo Cuevas Cardona
El eritronio

Andrés Manuel del Río observó la nieve que se extendía afuera de su ventana y sintió frío. Había salido de México, después de la Independencia, por un decreto en el que se ordenaba la expulsión de todos los españoles del país. Por esa razón, y por cuestiones de trabajo, había llegado a Estados Unidos. Sin embargo, el clima de aquel territorio no le gustaba; aquellos meses de bajas temperaturas le parecían abominables. Ahora, después de recibir aquella carta de Alemania, sintió más frío aún y los recuerdos empezaron a desgajarse en su mente, uno a uno. En 1802 él descubrió un metal nuevo, al que llamó eritronio por el bello color escarlata que adquieren sus sales alcalinas al ser sometidas al fuego. Hizo innumerables estudios del elemento nuevo, encontró varias de sus propiedades y después envió un informe al químico español Antonio Cabanilles, quien lo publicó en los Anales de Ciencias Naturales de Madrid. Meses después, en abril de 1803, Alejandro Humboldt visitó la Nueva España. Al enterarse de su descubrimiento insistió en mandar su artículo y muestras del material a Francia para que el hecho tuviera una difusión mayor. Y, efectivamente, la tuvo, ya que fue publicado en los Anales de Historia Natural de París y en los Anales de Gilbert. Sin embargo, unos meses después, el químico Collet-Descotils afirmó que no se trataba de un elemento nuevo, sino que era solamente cromo impuro.

Del Río defendió su descubrimiento; no obstante, tanto Humboldt como los científicos europeos prefirieron creer a Collet y el asunto quedó en el olvido. El mismo Del Río, decepcionado, se enfrascó en otros estudios y trató de olvidarse del eritronio.

Ahora, después de tantos años, recibía una carta del científico alemán W”hler, en la que le informaba que el metal que él había encontrado en 1802 había sido redescubierto por el químico sueco Sefstr”m, quien le dio el nombre de vanadio. Cuando leyó la noticia, primero sintió una enorme alegría de saber que W”hler lo reconocía a él como el descubridor del elemento, pero después no pudo evitar sentir enojo contra Humboldt, contra Collet y contra todos esos químicos europeos que desconfiaron de sus experimentos. Estaba sumido en esas reflexiones, cuando un amigo, que conocía su trabajo, llegó a visitarlo. Del Río le mostró la carta.

--¡Felicidades, Andrés! ¡Por fin reconocen tu descubrimiento!

--Pero ahora se le atribuye a Sefstr”m.

--W”hler sabe que tu encontraste el eritronio 30 años antes.

--No le llaman eritronio, sino vanadio, como lo sugirió él.

--Eso no importa. Te aseguro que W”hler va a poner las cosas en claro, y cuando todos comprendan que el descubrimiento te pertenece, respetarán el nombre que elegiste.

--Es que... no puedo dejar de pensar en la injusticia que se cometió.

Por un error de Collet-Descotils a mí no me creyeron. ¿Por qué confiaron más en sus análisis que en las pruebas que yo tenía?

--Porque tú vivías en una colonia y Collet en París, sólo por eso.

Pero el pasado es el pasado; México ya es un país independiente y ahora tú tienes el reconocimiento. ¡Anímate, hombre!, ya verás que pronto el vanadio se va a convertir en eritronio.

--Pues ojalá tengas razón dijo Del Río con desánimo, porque en el fondo dudaba de que así ocurriera.