La Jornada Semanal, 20 de julio de 1997
El próximo jueves 24 de julio, a las 20 horas, Rafael Humberto Moreno-Durán presentará su novela más reciente, Mambrú, en la Casa Lamm. Para celebrar la llegada del escritor colombiano, ofrecemos este ensayo de alta temperatura intelectual y, en nuestra sección de Libros, una reseña de José María Espinasa sobre Mambrú.
Libertad que a nombre del amor se nutre de otras libertades, eso es lo que define la dinámica de la seducción. Merced a tal dinámica, un sujeto, al apostar por la libertad de otro, lo gana para una causa que casi siempre es la común satisfacción del goce. Con un repertorio de argumentos en los que privan los de índole racional y sensible, el seductor convence a la persona a quien desea: ésta se resiste o acepta, libremente, aunque los argumentos del otro no sean legítimos y muchas veces ni siquiera éticos. Pero esta ética no afecta al seductor, ya que la quiebra o vence, o simplemente ignora: el juego de libertades de la seducción crea su propia moral. A nadie se sojuzga: a lo sumo se deslumbra o halaga, pero es el poder de extrema fascinación que éste despliega sobre aquél lo que justifica la seducción. Lo mismo ocurre con el lector ante lo que le sugiere un texto: es libre de aceptarlo o no, pero si cree en los argumentos de la escritura sólo él es responsable de las consecuencias de su devoción. O el espectador, que aunque sabe o intuye que los artificios del prestidigitador no son ciertos, cede a su influjo y acepta lo que se le ofrece.
En la seducción amorosa se juega, por medio de la aceptación o el rechazo -es decir, del albedrío-, la entrega de sí mismo a través del afecto o el cuerpo. El objeto de tan ambiguo trato es el placer compartido, el goce, gracias a los estímulos de alguien que despierta nuestros apetitos y nos invita a compartirlos con él. No hay engaño, aunque en el fondo se vislumbra una mentira. Y no es una paradoja: el seductor miente pero no viola, no obliga, no impone: su mentira incluso es esperada con impaciencia por el otro. Se trata de un enfrentamiento de voluntades en un marco común que es la expectativa del placer recíproco. Y si después de satisfecho el apetito, el seducido invoca la culpa, ése es su problema: en la capacidad de fascinar, es decir, de orientar hacia sí las apetencias e instintos del otro, radica el secreto de la seducción. El seductor debe conocer mejor que nadie las debilidades y fortalezas de su objeto amoroso. Y es por lo general la presunta ``víctima'' la que orgullosa confiesa su debilidad: sus afanes son las mejores armas que le rinde al enemigo. El triunfo del seductor es la secreta convicción de que el otro no repudia su suerte: el seductor necesita, el seducido prodiga y con su entrega ambos satisfacen sus expectativas.
Hay una dialéctica íntima entre la voluntad de uno en atraer al otro a su esfera afectiva y la voluntad de éste en disfrutar sólo cuando haya saciado los apetitos de aquél. La seducción se manifiesta entonces como la forma más educada y sensible de un pacto neutro de subjetividades. El deseo echa mano de todos los argumentos de la inteligencia, pues nunca se seduce con la torpeza o la fuerza. Y con la inteligencia se enfilan la cortesía, la elegancia, el trato gentil y amable, aunque a la postre encubran apetencias y motivos capciosos. Sólo el filisteísmo y la moral vicaria pierden en el trato y por ello reclaman una vez consumada la seducción.
El seductor, que despliega una nueva estrategia ante cada nuevo objeto amoroso, se revela como un ávido conocedor de la naturaleza humana. Porque al final de todo, como ocurre con el científico, el verdadero placer se lo brinda la búsqueda, el despliegue de fuerzas, la batalla librada, no el objetivo alcanzado. El seducido cifra su goce en la entrega, que corona ese proceso en el que ha rendido sus armas con impaciente devoción ante las tácticas y argucias del seductor. Y no existe probablemente ningún otro momento en la vida del ser humano en que éste despliegue toda su imaginación y talento, su sensibilidad e inteligencia, su generosidad y gentileza, como en el acto de seducir. Y lo más curioso es que, casi siempre, tanto despliegue de virtudes y afanes está inspirado en una falacia: esto es lo que el arte ha aprendido del hombre; a diferencia de lo que ocurre con la verdad, que por lo general es irritante, fea y cruel: esto es lo que el hombre ha aprendido de la ciencia.
En el fondo, la seducción encierra las debilidades del yo frente a los estímulos de su entorno, que es otro yo. Y no se trata de claudicación ante el asedio sino de aquiescencia: la voluntad de uno acepta libremente suscribir las cláusulas que le ofrece el otro: cláusulas que son difíciles de racionalizar, ya que sus términos afectan la sensibilidad, los instintos, la predisposición a cierto tipo de belleza. El único argumento en juego es de orden enteramente sensible, así esté apoyado en las argucias exquisitas del seductor, que miente y promete, que esgrime razones con tanta propiedad como sus manos se mueven en la compulsiva distancia que las separa del cuerpo ajeno. La grandeza o la miseria del seductor radica en su capacidad para convencer o fascinar, en su destreza para comprometer al otro en la satisfacción de sus propósitos. La seducción -más allá de la simple galantería, que es tic mundano y superficial- es la más sofisticada escala de comportamiento alcanzada por el hombre en la evolución del trato social.
La mecánica de la seducción puede contemplar tres estadios precisos: en el primero, priva un debate entre la inteligencia activa de uno y la voluntad renuente del otro; en el segundo, la satisfacción del apetito funde las dos subjetividades en liza; y en el tercero, la suficiencia de uno y el arrepentimiento del otro abonan el patético campo de la moral. La verdadera seducción es la que prescinde del tercer estadio y entroniza gozosamente los dos primeros. Nunca hay un después tras la satisfacción recíproca de los intereses: a lo sumo, debe privar un común sentimiento de amoralidad. Porque la verdadera seducción es amoral, es decir, libre de concepciones maniqueas de terceros o de la grosera vanidad o culpa de uno de los dos sujetos, ya que nada desvirtúa tanto la libertad sensible de la seducción como los lamentables reproches del seducido o los aspavientos del seductor.
Porque es irrepetible, la seducción es una obra de arte: mientras uno se regodea con la nostalgia, el otro se prepara para nuevas conquistas. Tras el común y satisfactorio encuentro, sólo debe haber espacio para la afirmación adulta y gozosa de los dos sujetos de la oración, ya que una vez consumado el acuerdo la seducción carece de porvenir: no es un estado perpetuo, es un instante que arroja luz sobre el yo. Toda seducción es a la postre revelación, conocimiento, epifanía. De ahí que, una vez recibida la unción de esta particular forma de aproximación amorosa, cada libertad elige su camino.
Porque la posibilidad de seducir o ser seducido es lo que nos hace libres. Ni más ni menos que un culto al placer sensual y a la hedon, una forma arriesgada de darle a mis apetencias e instintos el tamaño de tu libertad. Y es por eso que toda seducción conlleva una voluntad de estilo. Y no podría ser de otra manera: la libertad puesta en juego, bien por amor, deseo o resabios de la inteligencia, debe apuntar siempre hacia la definición e identidad de un ser distinto de los otros, al menos por la sensible naturaleza de lo que cada cual arriesga en el encuentro.