La Jornada Semanal, 20 de julio de 1997
En esta nueva colaboración, Javier Marías parte del célebre título de Raymond Chandler para evocar su amistad con el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante y su mutua pasión por los secretos que deparan los buenos libros. El libro más reciente de Marías es Mano de sombra, su imprescindible colección de artículos breves.
El miércoles 4 de junio se celebró el Día del Libro. En esa fecha solemos hacer el elogio de las historias y vidas y pensamientos y bromas que encierran tales objetos, olvidando casi siempre que a veces es el objeto mismo el que tiene vida e historia, y suscita algún pensamiento e incluso gasta unas cuantas bromas. Ahora mismo está en mis manos uno al que no le falta nada de eso.
Como sabrán bastantes lectores, el escritor cubano y también británico Guillermo Cabrera Infante salió en 1965 de su país natal para no volver, hasta hoy al menos. Le he oído contar que su evasión no estuvo exenta de riesgos, pero lo que se me ha quedado en la memoria de su peripecia es que pudo llevarse tan sólo un libro de su nutrida biblioteca: una primera edición de la novela de Raymond Chandler The Big Sleep (conocida en España como El sueño eterno si no me equivoco), que ante los aduaneros o guardacostas hizo ver que iba leyendo y que probablemente iba leyendo en efecto. El resto de sus volúmenes quedó en La Habana, en la casa paterna, y nunca más supo de ellos durante los treinta y dos años transcurridos desde que hizo mutis por el Caribe. Con amigable ironía (nunca tendría otra hacia el excelente escritor y mejor amigo), podría pensarse que el título salvado fue premonitorio, si tomamos el exilio como un gran sueño para quien lo padece. Confío en que sólo puede serlo, en todo caso, el título inglés y no el español, o éste sólo en su sentido hiperbólico ya más que cumplido.
Hace unos meses, GCI me envió desde Londres, donde vive, un fax con la página de un catálogo de una librería de Boston llamada absurdamente Lame Duck o El Pato Cojo. En ella se anunciaba con gran aspaviento un libro de Pablo Neruda, Canción de gesta, publicado en La Habana en 1960 para celebrar el segundo anivesario de la ``gloriosa revolución''. Según subrayaban los libreros, lo más extraordinario del ejemplar era que estaba dedicado, de su puño y letra, por Neruda a Cabrera Infante en ese mismo año, y se hacían eco del carácter cuasi milagroso de la supervivencia y reaparición de ese volumen -un fantasma- que su dueño se vio obligado a abandonar hace tanto tiempo en una ciudad que se le volvió hostil de inmediato y aún se lo sigue siendo. El precio era más milagroso: $2,500 dls. Hagan cálculos.
Cabrera exclamó luego al teléfono: ``Están vendiendo un libro robado.'' Y me pidió que tratara de averiguar la procedencia, pues él no estaba en posición para hacerlo. El Pato Cojo no quiso o no supo decirme mucho al respecto, sólo que quien se lo había traído, lo había comprado en un puesto callejero habanero. Para hacer mi consulta por fax hube de fingir interés por la posible adquisición del ejemplar, y al comunicarme Lame Duck que aún no se había vendido me sentí obligado a improvisar alguna excusa. ``Por desgracia'', dije, ``con el actual cambio del dólar no puedo permitirme pagar su precio. Podría llegar a $2,000, a lo sumo.'' Como los libreros de viejo anglosajones no rebajan un veinte por ciento ni desesperados, supuse que ahí concluía el asunto. Sin embargo, al cabo de un mes, y en vista de que durante ese tiempo nadie había hecho la gesta de gastarse en la Canción... los $2,500, Pato Cojo me escribió aceptando mi oferta de quinientos dólares menos. Como me da cierta vergüenza poner en conocimiento de ustedes que he podido destinar tal cantidad a un solo libro, me permito comunicarles que en cambio no poseo casa ni coche ni perro ni bote, como otros colegas míos que yo me sé. De manera que aquí está, tras su eterno recorrido temporal y espacial, ese libro tan costoso en cuya primera página -tinta de bolígrafo verde- se lee: ``A Guillermo Cabrera Infante, un gran abrazo, Pablo Neruda, 1960.'' Eso es todo. La edición resulta agradable, el texto es flojo y babeante y pomposo: ``Mientras sube el laurel de las victorias/ de Cuba, y brilla por el orbe entero...'', ``Fidel, Fidel...'', cosas así.
No es fácil imaginar mi tentación de regalárselo a Cabrera y así restituirle algo perdido. Pero no está bien regalar algo caro a quien conoce el precio, sería ponerlo en situación embarazosa, no se aceptaría. Así que sólo se me ocurre ofrecérselo en usufructo o depósito para que vuelva a tenerlo (aunque The Big Sleep vale mucho más la pena). Le pediré que me lo dedique él a mí y le propondré que el que antes se despida de nosotros dos se lo deje al otro en herencia. Confío en que acepte y así se reúnan de nuevo lector y libro que viajaron por separado durante treinta y dos años.