La Jornada Semanal, 20 de julio de 1997
En esta evocación personal, Gonzalo Celorio se remonta a sus orígenes cubanos para analizar el testimonio de Eliseo Alberto. Autor de la novela Amor propio y los ensayos El viaje sedentario, entre otros libros, Celorio es un viajero frecuente a la realidad cubana y un testigo inmejorable para valorar el libro del escritor que en el mundo del son, el cine, el ron y la literatura cubanos es conocido como ``Lichi''.
Virginia Milián, mi abuela materna, nació en la ciudad de La Habana a finales del siglo pasado, cuando Cuba era todavía una provincia del viejo imperio español, que estaba a punto de desmoronarse ante la inminencia del nuevo imperio norteamericano. Aunque provinciana, era española por partida de nacimiento, pero cubana, cubanísima, por la brillantez de su mirada, la anchura de sus caderas y la insurgencia de su temperamento, apenas contenido por Santa Bárbara y Changó.
Virginia Blasco, mi madre, no nació en Cuba sino en Santa Cruz de la Palma, digamos que en el camino entre España y Cuba o entre Cuba y España, según se vaya o se venga. Nació en Islas Canarias por casualidad durante un viaje que hicieron mis abuelos a Europa y que duró, como duraban entonces los viajes trasatlánticos, varios años. Pero en Cuba transcurrió su infancia y su primera juventud. Ahí fue tocada por la gracia del acento habanero, que no perdió hasta su muerte, más de medio siglo después de haber dejado el resplandeciente cielo de Cuba. Ahí conoció a mi padre una calurosa tarde de abril, a la salida del cine Tosca, que estaba al lado de su casa, en la Calzada de Jesús del Monte. Ahí se casó con él, que a la sazón tenía un puesto subalterno en el consulado de México, y ahí nacieron mis tres hermanos mayores. Mi madre era cubana, pues, y de tal manera lo era que de los ochenta y seis kilos que yo peso, cuarenta y tres por lo menos son cubanos.
Cada vez que voy a Cuba, irremediablemente pienso que yo mismo hubiera podido nacer ahí, como mis hermanos mayores, si un accidente sexenal, totalmente fortuito, no hubiera hecho que mi padre regresara a México definitivamente. Quizá por eso me reconozco en los ojos de los cubanos, en sus ademanes, en sus gestos, en sus palabras y hasta en el acento, porque al primer mojito se me atragantan las eses y se me licúan las erres en la boca. Así de fuerte y duradera es la lengua materna.
Mi madre tuvo dos hermanas: Rosita, la mayor, y Ana María, la menor.
Rosita era dueña de una belleza sobrenatural y estuvo dotada de una fina sensibilidad que se desbordaba por el piano en lejanas tardes de mecedoras, abanicos y pretendientes atildados y obsequiosos. Casi niña, se casó con un catalán emprendedor, valga la redundancia, que a fuerza de trabajo prosperó en el negocio de las pieles y la industria del calzado. Tuvieron cuatro hijos, dos varones y dos hembras, como dicen allá, y tras algunas estancias en diversos edificios de La Habana vieja, acabaron por instalarse holgadamente en un lujoso departamento de la Avenida de Los Presidentes, muy cerca del Malecón.
Ana María, la menor, era inteligente y obcecada a un tiempo y tenía más dotes para la costura que para el arte. Se casó con un nuevo rico que era capaz de romper a patadas un tibor chino por el puro gusto de romperlo. Para su fortuna, enviudó al cabo de unos cuantos años y para su desgracia, así de obcecada era, se casó con el hermano de su difunto marido, que al parecer era igualmente patán que el anterior y tan rico como él. Vivían en una casa de estilo art deco en la calle C, entre Línea y Calzada, y no tenían otra ocupación que administrar los bienes inmobiliarios que poseían en el Vedado.
Así transcurría, plácida, tranquila, desahogada, la vida de mis tías Rosita y Ana María cuando triunfó la revolución.
No puedo contar en estas páginas la zozobra, el temor, el miedo, la incertidumbre que sufrieron mis tías ante semejante acontecimiento, tan inesperado para ellas. Me limito a apuntar apenas el desenlace de sus vidas, desgarradoramente disyuntivas, después del cisma del '59.
Durante los primeros años de la década de los sesenta, los hijos de mi tía Rosita salieron de Cuba. ``Yo no trabajé toda mi vida -decía el catalán- para criar comunistas.'' El mayor se fue a Chicago, donde conoció la insoportable desolación del invierno, porque, como dice un amigo mío, Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, menos en Chicago en invierno. Mis primas y sus hijos, divorcios de por medio, se fueron a Miami, y el más joven, mi primo Juan, flamante ingeniero que había participado en el Directorio Estudiantil Universitario contra la tiranía de Fulgencio Batista, vino a México para encontrarse con la muerte, junto con mi hermana Tere, en un accidente automovilístico, en el año del '63. Mis tíos no obtuvieron el permiso para asistir al funeral y a partir de entonces sintieron que sus corazones claudicaban. Se quedaron solos en La Habana, en el otrora elegante departamento de la Avenida de los Presidentes -que paulatinamente se fue convirtiendo en una vecindad, en un solar, dirían allá-, alimentados sólo por la esperanza de reunirse con su familia en el exilio. Después de muchas lágrimas de ella y muchas jornadas de trabajo voluntario de él, por fin pudieron abandonar la patria, tardíamente, ya viejos, en el año del '77. El encuentro con los hijos fue un fracaso. El pragmatismo del american way of life ciertamente los acogió, pero no les devolvió la unidad familiar más que de un modo mezquino e intermitente. Se convirtieron en un estorbo. Las hijas, que trabajaban en lugares distantes para la manutención de sus propios hijos, no pudieron asumirlos cabalmente. El hijo que vivía en Chicago al parecer se suicidó durante un invierno particularmente crudo. El tío catalán, que era un roble, se vino abajo estrepitosamente. Y la tía Rosita se quedó sola. Me dicen que la muerte de sus hijos varones, la viudez y el exilio no le han marchitado esa belleza sobrenatural, que sigue teniendo fugaces destellos en la penumbra de un asilo de ancianos de Miami.
La tía Ana María, por su parte, enviudó por segunda vez justo en el año del '59.
-¡Qué bueno que tu tío Victorio se murió cuando triunfó la Revolución! -me dijo alguna vez-. El no hubiera entendido nunca este proceso.
-¿Por qué dices eso, tía?
-Figúrate tú cómo lo iba a entender, si cuando había dos bizcochos, él quería los dos para él.
Las casas del Vedado de cuyas rentas vivían fueron expropiadas por el Estado o, mejor dicho, asignadas en propiedad a sus inquilinos, a cambio de una pensión vitalicia para la tía, que se quedó en su casa art deco de la calle C, donde la visité varias veces, a ella y a Hilda, porque con el proceso de la Revolución, ese que no hubiera entendido nunca el tío Victorio, Hilda, la sirvienta que trabajaba para ellos desde hacía muchos años, se había convertido en la compañera de la tía Ana María. Más que en la compañera, en la hermana; de modo que la Revolución me regaló una nueva tía, a quien traté y quise como tal. Todas las cartas que la tía Ana María me enviaba, generalmente acompañadas de recortes del Granma absolutamente ajenos a mis intereses, y que iban de la fabricación de polímeros a las campañas de alfabetización en el Escambray, estaban firmadas por Ana María e Hilda, e igualmente yo las respondía, en un plural revolucionario. Tengo, vamos a ver, tengo la tía que tenía que tener. Y cuando iba a La Habana por supuesto que también llevaba regalos para Hilda. Regalos es un decir: implementos de primera necesidad, comida, refacciones, aunque en mis maletas retacadas siempre cabía un lujito por ahí: un frasco de Nescafé o una lata de ate de guayaba o de mangos en almíbar. Por indicaciones solidarias de mi madre, empacaba en México hules para la puerta del refrigerador, focos de sesenta watts, frascos de conservas, chocolates, que a la hora de desempacar allá se transformaban, por los milagros del idioma, en gomas para la nevera, bombillos, pomos y bombones.
Como si se tratara de una conversión religiosa, la tía Ana María se había vuelto francamente revolucionaria. Había abandonado sus prácticas religiosas y sólo confiaba en una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, que tenía en la cabecera de su cama junto con el retrato místico del Che, leía el Granma de pe a pa, tildaba de cobardones a mis primos que se fueron a Estados Unidos cuando aquí se necesitan tantos ingenieros y tantas maestras, seguía con atención de estratega la guerra de Angola, participaba con vehemencia en las actividades organizadas por el Comité de Defensa de la Revolución de su cuadra, enseñaba a bordar a las niñas que al salir de la escuela pasaban por el portal de su casa y le decían abuela, y hasta acudía, a sus setenta y tantos años de edad, a los simulacros de invasión que se organizaban periódicamente en la ciudad. ``Todo eso lo hace por miedo'', decía mi madre, y yo me ponía bravo cuando lo decía. Quizá lo único con lo que no pudo bien a bien la tía Ana María, que tenía en los ojos el verde azul del Caribe, con todo y peces y mareas, fue con la concomitancia indiscriminada de las razas. Dejó de decirles negros a los negros y permutó nombre semejante por el eufemístico gente de color, pero cuando viene el cartero yo no le puedo decir óyeme gente de color ven acá, sino que le tengo que decir óyeme mi negro tómate un buchito de café.
En casa estábamos tranquilos. La hermandad de Hilda garantizaba que la tía Ana María no estuviera sola y desprotegida en su vejez, e Hilda, que era infinitamente más joven que Ana María, se quedaría con esa magnífica casa del Vedado cuando la tía muriera. Quisimos imponerle un destino al destino y el destino nos dio un puñetazo. Una mañana de 1986, Hilda amaneció muerta. Un infarto. Sus familiares más cercanos de inmediato se apoderaron de la casa, según esto para cuidar a la tía, y la tía, rodeada de tantos compañeros, se murió de soledad unas semanas después. He visitado su casa en viajes posteriores. Los familiares de Hilda me han recibido con amabilidad y con recelo. La casa está bien cuidada, tengo que decirlo. Ahí está el retrato al óleo de mi abuela, la vajilla de porcelana de la tía, los muebles aristocráticos de los viejos tiempos, pero ahora viven ahí dieciocho personas. Es la casa tomada.
Viajo a La Habana con mucha frecuencia. Con tanta, que mi entrañable amigo Norberto Codina, director de La Gaceta de Cuba, dice que voy para recoger su publicación bimestral personalmente, porque el correo está de lo más mal. Y cada vez que estoy allá, después del gusto eufórico de ver a los amigos, que a pesar de sus carencias se desbordan en una generosidad que llega al sacrificio, de visitar el santuario de la calle Trocadero 162 donde platico con Lezama a través de una médium maravillosa llamada Bethania, que es el ángel mismo de la jiribilla, de tomarme un mojito en el Hotel Inglaterra, donde mis padres pasaron su luna de miel, se apodera de mí, indefectiblemente, una nostalgia espesa, que va creciendo día a día, alimentada seguramente por la decrepitud de la ciudad misma: los venerables edificios de La Habana vieja, derrengados, corroídos por el salitre; las señoriales casas del Vedado, como la de Dulce María Loynaz, corrompidas por la incuria obligada o por la promiscuidad, y hasta las soberbias mansiones de la 5a. Avenida en Miramar, abandonadas o, en el mejor de los casos, convertidas en restaurantes, embajadas u oficinas de organismos internacionales.
Pero el deterioro de La Habana, que tiene tantas causas extrínsecas, no es la razón de mi nostalgia, sino sólo el escenario propiciatorio para que ésta surja. Mi nostalgia proviene de la extinción de mi familia. Y me toca los huesos. Recorro la Calzada de Jesús del Monte en busca de la casa de mis abuelos y de mis padres y me siento Rodrigo Caro ante las ruinas de Itálica: ``Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa...''; rastreo en el Cementerio Colón la cripta de mis ancestros, guiado por una fotografía que llegó a mis manos, y no encuentro más que tumbas desangeladas por el comercio oficial del arte escultórico; paso por el edificio de Avenida de los Presidentes, donde vivió la tía Rosita, y no tengo por quién preguntar; trepo la majestuosa escalinata de la Universidad de La Habana, y el alma mater, esa portentosa mulata, barroca en genio y figura, como diría Carpentier, vestida de túnica griega, no recuerda a mi primo Juan, el del Directorio Estudiantil Universitario, muerto trágicamente en México, junto con mi hermana Tere, un 17 de septiembre de 1963. No tengo ya ningún familiar en Cuba. ¿Qué hacer entonces con los cuarenta y tres kilos cubanos de mi peso completo?
Tanto cuento para decir que el libro de Lichi me parte la madre. Informe contra mí mismo es un recuento doloroso de la disgregación, donde puede inscribirse, como tantas otras, la historia disyuntiva de las dos hermanas de mi madre, dos alas que volaron por rumbos encontrados y despedazaron el cuerpo de mi historia familiar. Pero la disgregación no es sólo cosa del pasado inmediato de mi familia. Es, también, cosa de mi historia personal, como partícipe que fui de una generación que encontró en la Revolución cubana su propia definición y que acabó, no sin respeto, no sin reconocimiento, no sin amor, por desilusionarse de ella, si por ilusión se entiende el ánimo de compartir el futuro. Me temo que ahora sólo compartamos el pasado.
La Revolución cubana es un poco anterior a mi juventud universitaria pero mi generación la adoptó como paradigma de su rebeldía y la suscribió con entusiasmo febril. No podría entenderse, sin tal antecedente, la fruición del Movimiento Estudiantil de 1968. Y es que la Revolución cubana había roto con todos los valores burgueses que la juventud universitaria de entonces se había propuesto romper. Era una revolución ejemplar, juvenil, veraz, justa -la admirable lucha de David contra Goliat-, tocada, además, por la gracia del humor, de la simpatía, de la modernidad. El vivo retrato del Che, pues, recientemente rescatado de las actitudes vergonzantes por la espléndida pluma de José Saramago.
Después de la masacre del 2 de octubre y a causa de ella, nuestra rebeldía se resolvió en el individualismo solipsista, la tolerancia acrítica, la contracultura esclerosada. Y a partir de ahí, se fue separando del rigor del sistema cubano, que exigía, con la justificación de enfrentar sin fisuras al enemigo, la entrega absoluta e incuestionable de todos sus miembros a la causa común. El Informe contra mí mismo de Eliseo Alberto, redactado desde la intimidad de su experiencia personal, da testimonio del fenómeno de institucionalización de la Revolución cubana, por el cual la rebeldía dejó de ser necesaria y se convirtió en sedición. Con todos los matices del caso, Lichi señala las secuelas contradictorias del proceso: la expresión juvenil heterodoxa fue identificada con la disidencia, el humor se hundió en la solemnidad de las consignas, la juventud rebelde envejeció sin renovarse y la modernidad acabó por estancarse en el pasado.
Entre la dignidad heroica de mantener su oposición al imperialismo norteamericano y el sacrificio numantino que tal hazaña supone; entre el compañerismo insular y la soledad internacional; entre el pasado promisorio y el futuro amenazante, Cuba ha vivido y vive en el filo de la navaja.
No soy historiador ni analista político, y aunque tenga a Cuba metida en el corazón no he vivido en carne propia los avatares de la Revolución cubana. No puedo hacer, por tanto, un juicio de valor sobre Cuba, como los que suelen hacerse de manera sumaria desde la comodidad apoltronada del escritorio. Pero sí puedo compartir, con la honestidad provocada por el Informe de Lichi, mis propias contradicciones.
Desde hace varios años, me sucede que cuando alguien critica a Cuba de inmediato salgo en su defensa rabiosamente; y cuando alguien la defiende rabiosamente con mis mismos argumentos de defensa, la critico con los mismos argumentos que utilizaron mis adversarios en el primer caso.
No hay libertad migratoria/ Se requiere de la unidad nacional para contender contra el enemigo/ Hay un solo partido/ El bipartidismo divide al país/ No hay democracia/ Qué mayor democracia puede haber que la alcanzada por un pueblo que se levantó en armas/ No hay libertad individual/ La libertad individual es el sacrificio necesario de la libertad colectiva/ No hay comida/ No hay analfabetas/ No hay gasolina/ Hay educación para todos, salud para todos/ Las jineteras del Malecón y de la 5a Avenida/ El deporte, gloria de la juventud cubana/ El bloqueo es el argumento de Fidel para permanecer en el poder y satanizar al enemigo/ El bloqueo es un crimen de lesa humanidad/ Los balseros son la muestra palmaria de la falta de libertad/ Los balseros son unos apátridas/ Estados Unidos es el país de las libertades civiles/ Estados Unidos es el verdugo de América Latina y hoy por hoy del mundo entero/ Miami/ Cuba/ Los gusanos/ Los compañeros/ Mi tía Rosita en un asilo de ancianos de Miami/ Mi tía Ana María, muerta bajo el cielo de Cuba, entregada a la Revolución.
Más próximo a la novela que al ensayo porque no pretende demostrar nada pero sí mostrarlo todo, El Informe contra mí mismo de Eliseo Alberto no resuelve estas contradicciones; sólo las plantea, y en el mismo planteamiento estriba, si no la solución del conflicto, sí la condición necesaria para resolverlo.
Es un libro catártico, pero no es un libro detractor. Confiesa todo lo que se ha guardado en el alma durante décadas pero practica el ejercicio de la crítica con el rigor de quien conoce a Cuba desde adentro, con la autoridad moral de quien militó en su causa y con la honestidad de quien prefiere la palabra al silencio, aunque la palabra hiera y comprometa. Es un libro conciliatorio.
Es un libro conciliatorio, pero no es un libro inocuo. Enfrenta con decisión las posturas extremas que obnubilan la objetividad y la razón para desgarramiento de la patria, y se ubica en el vértice de un triángulo inaugural, igualmente extremo y equidistante de los otros dos, y acaso más valeroso y comprometido, en aras de la reintegración de la comunidad cubana. Es un libro utópico.
Es un libro utópico, pero no es un libro inútil. Quisiera quedar bien con Dios y con el Diablo, pero sabe desde el principio que va a quedar mal con Dios y con el Diablo. Y lo peor de todo es que también quedará mal consigo mismo, dividido en su conciencia, tanto o más que la patria, aunque liberado de su carga por el milagro de la literatura. Todos saldrán perdiendo, pero esa es, hoy por hoy, la única manera de ganar.
Al final de su libro, Lichi presenta una extensa lista de los artistas e intelectuales cubanos que se encuentran en el exilio, en Miami o en Nueva York, en México o en Colombia, en Europa del Este o del Oeste. Por mi parte, quiero dedicar esta última página a los escritores que viven en Cuba. A quienes, de no ser por la Revolución, serían analfabetas. A quienes todos los días, para ir a trabajar, viajan en bicicleta con su mujer en la parrilla desde Cojímar o Mantilla hasta el Vedado. A quienes resuelven -verbo del ingenio, de la habilidad, del sacrificio, del compañerismo- una bienvenida que dura lo que dura la visita. A quienes, a falta de papel, memorizan sus novelas y las sueltan cual rapsodas a la menor provocación. A quienes se pasan de mano en mano los libros y los manuscritos, como este de Lichi, del que por ellos supe antes de que se publicara. A quienes siguen creyendo, empecinadamente y hasta sus últimas consecuencias, en valores absolutos: en la catarsis de la sociedad entera, en la conciliación del género humano, en la utopía de la Edad de Oro.
Si el guión de la película Guantanamera, dirigida por Gutiérrez Alea, y la novela La eternidad por fin comienza un lunes presentaron a un escritor que combinaba felizmente la imaginación con las emociones, Informe contra mí mismo revela a un autor de excepcional garra narrativa, capaz de lograr un piadoso ajuste de cuentas con sus más desolados fantasmas.
Esta historia empieza, para mí, en la nevería de la familia de mi madre, en Progreso, Yucatán. Después de la jornada de trabajo, los heladeros de los que desciendo se dirigían al malecón a ver el mar y, en las grandes noches, el resplandor que surgía más allá del horizonte. Mi familia estaba convencida de que lo único que superaba al arte de confitar en frío eran las luces del mundo, es decir, de La Habana. Aislada del resto del país, la playa de Progreso miraba el brillo de donde provenían los sones, los astros de la pelota caliente, los poetas de fábula.
Mi abuelo nació en la fría sierra de León, España. Era pastor de ovejas y pasó su infancia detestando la nieve que aniquilaba su rebaño. Cuando llegó a México se convirtió en comerciante de azúcar y muy pronto se dirigió al sitio donde estaban los mejores clientes para lo dulce. En la Nevería Milán, de Progreso, conoció a mi abuela. Describí su encuentro en el libro Palmeras de la brisa rápida: ``nada mejor para un prófugo del frío que una muchacha para quien la nieve era algo que sabía a guanábana''.
Cuando se casaron, decidieron vivir en el paseo Colón, de Mérida, cuya mayor virtud es que se parecía a La Habana, es decir, a la ciudad ideal.
Años después, Cuba fue para mi generación el país de ``las palmeras en las sabanas que más que palmeras son milicianas'', donde la noche podía ser tropical y socialista, el enclave de los valientes que no se hacían para atrás ni pa'tomar impulso.
Acaso por su condición insular, Cuba ha operado como un espejismo en el que miles de latinoamericanos han volcado sus más variadas esperanzas; es ``la isla que se repite'', para usar la feliz expresión de Antonio Benítez Rojo, el cuentista de Tute de reyes.
Cuba ha sido la playa propiciatoria de las ilusiones y las repulsas de muchos de mis paisanos. En lo que a mí toca, he tenido la fortuna de escuchar el poderío retórico de habaneros capaces de hablar durante cuatro horas del monocultivo, de ser procesado por no entender a Lezama y vuelto a procesar por querer entenderlo, de probar la contudencia gastronómica de los frijoles de ``veldá'', que reducen las variantes mexicanas, de los refritos a los charros, a fórmulas imaginarias. He conocido y querido a muchos cubanos, siempre deslumbrado por el hecho de no encontrar a dos que estén de acuerdo. En una ocasión, tomé una guagua en La Habana y extravié mi recorrido. Le confesé al mulato de junto que estaba perdido y en un santiamén todos los pasajeros del autobús opinaron acerca del camino que debía tomar. Sobra decir que cada quien me recomendó uno distinto. La capacidad de discusión caribe no tiene límite y la isla llegará al paraíso en el momento en que todos estén maravillosamente en desacuerdo. No en balde es la nación que ha creado el más gozoso himno para la otredad: ``Los marcianos llegaron ya, y llegaron bailando el cha cha chá.''
Al igual que Tres tristes tigres, Informe contra mí mismo, singular volumen de memorias de Eliseo Alberto, está organizado como un coro de voces, una estridente merienda de negros donde nadie tiene razón definitiva y donde todos reclaman su soberano derecho a opinar. Uno de los sesgos más logrados del libro es el de incluir cartas de la diáspora cubana y de los residentes en la isla que complementan, y en buena medida contradicen, al autor. La variada y precisa musicalidad de estos corresponsales hace pensar que se trata de heterónimos de Eliseo Alberto.
Desde La Habana, un amigo lo interroga a quemarropa: ``¿En cuál bando queda tu libro? ¿Quién va a comprarlo? ¿Y a leerlo? ¿En qué mesita de noche pasará la noche?'' Retrato del autoritarismo castrista y de la invasión kafkiana del poder en la vida privada, Informe contra mí mismo es un doloroso acto de pasión. Eliseo Alberto rinde tributo a las muchas formas de la cubanía y es el primero en someterse a examen. El libro comienza con la confesión de que informó sobre su familia; sin embargo, ahí detiene su fiscalía. No estamos ante una cacería de culpables sino ante un profundo acto de comprensión. En este sentido, Informe contra mí mismo es un libro sin bando, o sin otro bando que el de la Cuba futura, múltiple y ruidosa.
Desde el título, el autor se declara testigo de cargo y único culpable de su narrativa. No imparte juicios sumarios contra la ``castroenteritis'' ni justifica el desastre en aras de intereses superiores. Como Stendhal en Waterloo, busca captar lo real en su contradictoria riqueza. Al pasar las páginas, el novelista afloja un poco y por momentos cede su sitio al ensayista; sin embargo, en todo momento predomina la recuperación literaria de la Historia.
``En los momentos históricos, los hombres no sólo hacen cosas históricas'', escribe Isaiah Berlin, y ésta parece ser la divisa de Diego: ajeno a las interpretaciones globales y las denuncias amarillistas, recrea los destinos de la gente que conoce. Un hombre que ha estado más de veinte años en la cárcel es expulsado del país y viaja al norte del planeta; en Gánder, en una noche entre dos aviones, conoce a una puta cubana; es la primera mujer con la que duerme en varias décadas; ha olvidado las expresiones de los boleros y la poesía amorosa y no sabe cómo atesorar el hecho; en la madrugada, sale a la estepa y en el tronco de un abedul escribe el nombre de la mujer. Pocas imágenes del exilio, la ternura y el horror, se comparan a la de este árbol del frío rubricado por un cubano sin rumbo.
El repertorio de Eliseo Alberto es inagotable: un homosexual de indecible torpeza para las tareas físicas es obligado a cortar caña hasta el amanecer; una experta en arte antiguo es llevada a los cementerios para que localice el arte funerario que merece ser vendido al extranjero; un héroe de la revolución es procesado por atreverse a dudar (cuando empieza a disentir, ya es un asocial); un poeta de barba rasputina y soberana indefensión para las cosas del mundo es enviado a la guerra. Aunque se ocupa de los Grandes Temas (el caso Ochoa, el periodo especial, el quinquenio gris, la crisis de los misiles), Eliseo Alberto es insuperable al reconstruir destinos individuales y al cruzar lo cotidiano con la Historia: ``Las medias verdades van a acabar con la patria. La media verdad de que las bicicletas han atenuado el problema del transporte urbano esconde la media verdad de que morir en bicicleta es hoy una de las principales causas de fallecimiento en las ciudades de la isla.''
Como suele ocurrir con la gran literatura cubana, Informe contra mí mismo es un triunfo del oído. Las copiosas consignas de la revolución se articulan en una especie de rap de la desesperanza. Si en Caoba, de Boris Pilniak, las siglas de los organismos soviéticos se convierten en un viento que barre las estepas, en Informe contra mí mismo los eslogans castristas son huracanes de la mente. Un ejemplo del tino para mezclar los avatares históricos con el ritmo verbal: ``La invencible Unión Soviética desapareció del mapa y no hubo ni un solo bolchevique[...] ni un solo veterano de la gran guerra patria ni un solo bailarín del Bolshoi ni un solo héroe del trabajo ni un solo diplomático ni un solo koljosiano ni un solo estudiante universitario ni un solo general de mil estrellas ni un solo genio del ajedrez ni un solo albañil del proletariado ni un solo francotirador ni un solo malabarista del Gran Circo Ruso ni un solo cirujano ni un solo pedagogo ni un solo centinela de la Siberia ni un solo almirante de la armada ni un solo campeón olímpico ni un solo científico ni un solo levantador de pesas ni un solo artista emérito del pueblo[...] ni un solo cosmonauta ni un solo leninista ni un solo estalinista ni un solo espía de la kagebe ni un solo guardia rojo ¡ni un solo loco! que defendiera con una hoz y un martillo las conquistas de la Revolución de Octubre.''
Acaso el detalle más conmovedor del libro es que, una y otra vez, Eliseo Alberto se refiere a La Habana como el sitio donde vive y donde está su casa. El lector sabe que la desgarrada valentía de Informe contra mí mismo puede significar un boleto sin retorno. Sin embargo, Eliseo Alberto insiste: escribe en Cuba, el país portátil que viaja en su libro.
En una carta de 1971, dirigida al compositor Julián Orbón, comentaba José Lezama Lima: ``A veces yo también me desespero, pues íbamos alcanzando todos la madurez para la compañía maravillosa, en la que el tiempo se borra, pero entonces ocurrió la gran prueba definitiva, la que nos llevó a vivir en terra aliena, en el mundo desconocido de la dispersión y la secreta vida heroica.'' El autor de Paradiso reconoce dos amargas realidades para los cubanos, el exilio o el insilio, la aventura nómada o la resistencia sosegada.
Al inicio del ``periodo especial'', en 1990, visité al poeta Eliseo Diego en su inolvidable casa del Vedado. Junto a un cuadro de Carlos Pellicer López y una fotografía de las hermosas hermanas Elío, el poeta habló de la inimitable poesía de Vallejo y de la irresistible tentación de imitar a Neruda. En alguna de esas pausas a las que lo llevaban el humo del cigarro y la trabajosa respiración, Eliseo dijo: ``nos hemos quedado solos''. Como Lezama en su carta a Orbón, no mencionó circunstancia política alguna; el tema de fondo era el desasosiego de vivir en terra aliena.
Me vino a la mente el poema ``Isla'', de Virgilio Piñera, que habla del exilio terminal de un hombre que asume una condición insular:
Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante
chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
En la boca, las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente el horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad?
Contra el silencio y el aislamiento, Eliseo Alberto ha escrito un libro fervoroso, en un lenguaje sincopado y ávido, buscador de giros y metáforas. No es frecuente que la denuncia sea un acto piadoso, Informe contra mí mismo es una de las raras instancias donde la literatura comprende y muchas veces perdona a partir del dolor. Como Primo Levi después del holocausto, Eliseo Alberto no escribe desde la venganza. Retratar a un hombre en su íntima complejidad es la mejor manera literaria de combatir todo lo que atenta contra el hombre.
En la playa pobre de Progreso, el viento del mundo es el viento de Cuba. No es mucho lo que sabemos de lo que ocurre al otro lado del mar, sólo sabemos que existe y que en las noches despejadas brilla como una promesa irresistible. Informe contra mí mismo, de Eliseo Alberto, es la forma literaria de ese resplandor.