MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Pan dulce
A la memoria de la siempre querida y recordada Cristina Payán
¿Ya te vas?'' A la pregunta de Ivonne, Mayra responde con un movimiento de cabeza. No basta. ``Y eso ¿por qué?'' Mayra se concreta a levantar cejas y hombros. ``Uh, poslo ques yo, todavía le cuelga'', continúa Ivonne, desencantada porque su compañera no le hace plática como otras noches en que la clientela está floja, las horas se vuelven grumosas y resulta imposible leer, a la luz de anuncios y faroles, las aventuras de Vaquero.
Mayra levanta la mano. Con ese movimiento, más que despedirse quiere evitar que su compañera de trabajo siga haciéndole preguntas. En tal caso no sabría explicarle lo que acaba de suceder en ese cuartito de hotel cuya fealdad multiplica el espejo cacarizo del que nadie ha podido retirar la calcomanía que anuncia una bebida refrescante. Mayra acostumbraba mirarla siempre que tiene al hombre encima y gotean sobre ella los minutos lentísimos hasta que al fin vámonos, ahí nos vemos o nada, ni las gracias.
Es demasiado temprano para volver a la casa. De hacerlo, Mayra -que ha sido en diferentes rumbos y temporadas Jéssica, Salomé, Yesenia, Esmeralda, pero en el fondo siempre Fidelina- se expone a que sus hijos le pidan que otras noches también vuelva temprano para verla, para contarle sus aventuras o quizás para preguntarle cuándo los llevará a Tuxpan a visitar a su papá.
Fidelina es una especie de maga. Así como ha logrado transformarse en varias mujeres hasta llegar a Mayra, también ha conseguido darle a su esposo destinos trashumantes que disimulan su abandono. Unas veces lo pone en Tampico, otras en Campeche o en Tijuana; en realidad no sabe dónde está. Lo imagina respirando aires de soltero, sin importarle que ella cargue con sus tres hijos. Todos nacieron de su amor, los tres abultaron su vientre, bebieron su leche y fueron bautizados. Mayra-Jéssica-Salomé-Yesenia-Esmeralda y a fin de cuentas Fidelina los ama por igual a todos y para todos sueña un buen futuro: ``Que estudien, que tengan un título''.
Hasta hace unos minutos ese era el símbolo de sus buenos deseos para sus hijos; ahora sabe que no será suficiente. ¿Para qué? Para que enfrenten los retos de la vida. ¿Qué vida? La que tengan cuando ella les signifique menos, cuando una mujer-mujer ocupe un sitio en sus camas.
La idea de que sus hijos serán hombres como los que conoce disgusta a Mayra; piensa que en ese estado de ánimo mejor sería retrasar la vuelta a la vivienda donde los niños crecen hacinados, saltarines, golosos, contentos, preguntones: ``¿Cuándo nos llevas a ver a mi papá?'' Sobre todo el mayor -doce años y una cicatriz en la espalda sobre la que Mayra juró nunca más volver a maltratarlo- la interroga acerca del restaurante donde supone que trabaja. Ese muchachito ya no se conforma con que ella le cuente historias inventadas de clientes imaginarios que devoran menús falsos y le dejan propinas inexistentes; ese muchachito ahora quiere que lo lleve al restaurante, que lo invite a sentarse a una mesa para ver. ``¿Qué?'' ``¿Cómo trabajas?''
Cuando su hijo mayor aborda ese tema, Mayra inclina la cabeza para esconder el rubor que empapa su cara. El maquillaje apenas oculta los estragos del tiempo que escurre sobre ella desde el techo del cuarto miserable donde hay un espejo cacarizo, señalado con la calcomanía de una be-bida refrescante. Siempre que tiene al hombre encima la mira, o la imagina, y se escapa en las burbujas de colores que la hacen recordar las esferas de jabón que hacía de niña valiéndose de un carrete de hilo humedecido en otro líquido viscoso.
Faltan minutos para las nueve y Mayra ya es una masa de pesadumbres: se arrepiente de no haberse quedado en la casa, de no haberle hecho conversación a Ivonne, de no haber oído la voz del instinto que la puso en guardia contra el hombre que se acercaba a ella como si la conociera, como si hubiesen hecho una cita para ese día y esa hora precisos: jueves, 20:14. Mayra recuerda el momento exacto porque lo leyó en el tablero electrónico del banco.
Se reprocha no haber dado media vuelta antes de que el hombre trajeado se acercara a preguntarle ``¿cuánto?'', entonces sí como si nunca se hubiesen visto ni hubieran concertado una cita para refugiarse en el cuartito miserable con un espejo cacarizo en el que está pegada la calcomanía de una bebida refrescante.
Se arrepiente de no haberle dicho al hombre ``Apúrate, no tengo tu tiempo'', cuando lo vio sentarse vestido y con la bolsa de la Panadería Santos entre las manos. Lo que Mayra se recrimina con mayor intensidad es no haberle recordado a su cliente para qué estaban allí. Pudo decírselo cuando se quitó el reloj -obsequio de sus hijos, caratula rosada con Bugs Bunny- pero no lo hizo porque estaba contentísima pensando ``qué bueno, por mí que se quede aplastadote; ah, pero eso sí, a los veinticinco para las nueve le diré que ya se terminó su tiempo, que si quiere algo más busque a otra porque yo tengo asuntos que atender''. ¿Dónde? Mayra ni siquiera intentó imaginar una respuesta: a sus clientes no les importaba a dónde iría después, menos iba a importarle a un tipo que, sin mirarla, acababa de pedirle que se recostara.
Cuando Mayra intentó bajarse el tirante del top él movió la cabeza para impedírselo y ella miró la bolsa: ¿un arma, un animal venenoso, un fuete, ácido? El desconocido adivinó sus pensamientos, volvió a mover la cabeza y sonrió. Mayra rechazó el gesto pero el hombre no se inmutó: continuó sentado, cabizbajo, balanceando entre sus piernas abiertas la bolsa de la Panadería Santos sin importarle que el tiempo siguiere corriendo en la carátura de Bugs Bunny.
Mayra sí se fijó y ahora, con una mezcla de asombro y de vergüenza, reconoce que algo le impidió presionar al hombre o salirse gritando del cuarto; se quedó allí, tendida en la cama, como la mujer del gobelino de peluche que compró en Navidad y adorna la cabecra de su cama. Pensó que su cliente tal vez se había quedado dormido cuando lo oyó decir: ``No creas que estoy loco. Necesitaba contarle a alguien lo que me sucede y fuiste tú''. Mayra vio al hombre levantar la cabeza y sonreír, como disculpándose de ir a cargarla con su historia.
Mayra-Jéssica-Salomé-Yesenia-Esmeralda y más Fidelina que nunca no se atrevió a incorporarse, sólo ansiaba oír la historia del hombre. Ahora se arrepiente de haberlo hecho. ¿Qué necesidad tenía de escuchar al desconocido contarle que lleva años sin trabajo, que a sus treinta y cuatro se le considera ya un despojo inútil, que sin futuro posible habría pensado en suicidarse?
Mayra se tapó la boca. El hombre balanceó de nuevo la bolsa de estraza y se llamó cobarde. Luego intentó explicarse: ``Pero al menos no me faltó valor para alejarme de mi familia. Ya no seré una carga para ellos y con el tiempo...'' Mayra iba a decirle algo, cualquier cosa que lo hiciera reflexionar pero no pudo hacerlo porque la distrajo ver que el desconocido metía la mano en la bolsa y se serenaba, como si el contacto con una forma esponjosa y áspera fuese suficiente para hacerlo feliz: ``Cuando era niño mi mamá me dejaba encargado con alguna vecina mientras ella se iba a donde mi padre la llamara. Siempre al despedirse ella me regalaba un montón de moneditas y un consejo: cómprate un pan dulce cuando te sientas muy triste''. Otra vez Mayra no tuvo tiempo de intervenir: el hombre le ofreció una pieza de pan, después tomó otra y comenzó a morderla, esforzándose inútilmente por contener el llanto.
Después que el hombre le dio las gra cias y se despidió, Mayra esperó unos minutos para abandonar la habitación. En la calle encontró a Ivonne -``¿Ya te vas?''- y sin contestar a otras preguntas se alejó. Ha caminado un buen rato, pero sigue atrapada en el cuarto donde quedaron una bolsa de estraza y un olorcito dulce. Por primera vez en mucho tiempo Mayra recuerda a su esposo con afecto: quizá esté en un hotel contándole su historia a una desconocida que comparte con él un pan dulce.