Las pasadas elecciones representaron un contundente referéndum que se expresó en un masivo repudio a las políticas actuales, demostrando que ahora cualquier proyecto económico sólo es viable a través del consenso y la participación política y social, y que las decisiones autoritarias -o las alianzas perversas- se pagan caro. Esta nueva correlación de fuerzas, para nada ajena a los vientos que corren por el mundo, explica el hecho insólito de que el PRD se haya convertido en la segunda fuerza electoral en el Congreso (y la primera en la circunscripción del centro), desplazando sorpresivamente al PAN, que hasta hace muy poco vivía un periodo de ascenso en apariencia ininterrumpido: un partido que no requería de la transición y que, supuestamente, podría arrancarle al régimen mayores victorias sin poner en entredicho la naturaleza autoritaria del sistema.
La geografía del voto reveló también la forma como se han expandido las nuevas necesidades de expresión, así como los extensos manchones de atraso que prevalecen en amplias franjas de un país atravesado por mil contradicciones y por muy diversas realidades regionales. Y aunque muy evidentemente se avanzó en limpieza electoral y se logró trasponer el horizonte de dudas que envolvió a anteriores elecciones -en especial al golpe de Estado técnico de 1988 (la ``caída del sistema'' que le costó el triunfo a Cárdenas y la vida a Clouthier...)-, no cabe duda también que subsisten aún franjas de oscuridad en algunos de los resultados e irregularidades allí donde los intereses creados han impedido los cambios: principalmente en los entornos estratégicos del sureste.
La mayoría de los candidatos escogidos en sesión cerrada por Zedillo, Roque y Moctezuma fueron derrotados, y la campaña emprendida por un Ejecutivo con la camiseta priísta funcionó más bien en contra del partido oficial. El fenómeno de la corrupción generalizada en el gobierno atrajo también mucha de las preferencias ciudadanas hacia la oposición, mientras un nuevo contingente de jóvenes se incorporaba masiva y concientemente al ejercicio del voto. Y es que entre 1994 y 1997, todo un ejército de nuevos sufragantes se ha sumado al padrón, mostrando también los atisbos de las preferencias electorales del futuro. Solamente en el DF (según ``encuesta de salida'' del diario Reforma, 7 de julio de 1997), los jóvenes de entre 18 y 29 años son en 82 por ciento opositores al PRI, y de ellos 51 por ciento apoyó al PRD. Aquí llama también la atención el hecho de que éste, un partido al que los publicistas del gobierno (los autodenominados ``politólogos'') quisieron siempre asociar a lo rural, al atraso y a la ``violencia'' (cuando en realidad es el que más violencia institucional ha sufrido), tenga hoy fuertes simpatías en el medio urbano: su triunfo arrasador en la capital del país y en las principales ciudades del centro-sur son un claro indicador de su influencia sobre sectores sociales politizados e informados. Condición urbana y juventud representan pues el mejor capital de las fuerzas políticas contendientes, o al menos las tendencias en ese sentido, que bien pueden expresarse con más claridad y madurez en el próximo 2000. El aislamiento rural, por el contrario, sigue siendo el caldo de cultivo de las viejas prácticas: ahora más notorias porque, afortunadamente para todos, se abrió paso una nueva realidad que puede ser más favorable para la transición y la distensión social. En el primer escenario domina la oposición, en el segundo, las prácticas viciadas de la vieja maquinaria, o las respuestas airadas de los agraviados: los que en el futuro sumarán seguramente sus preferencias electorales a la oposición que conquiste mayor credibilidad.
Y aunque algunos creen que estamos ya en un nuevo régimen, de hecho es apenas el principio del fin del sistema de partido de Estado. Lo que surge, eso sí, es un escenario en donde el conjunto de las fuerzas en transición adquieren una mayor legitimidad -confiriéndosela de paso al Estado en la medida en que acepte la pluralidad y la necesidad de la transición-, lo cual podría propiciar la solución de los más graves conflictos sociales del momento y, en particular, el diferendo del antiguo régimen con los grupos que han sido orillados a la rebelión armada. Mención especial requiere el caso de Chiapas, que vive una extensa militarización y en donde persiste un estado de excepción al margen de la ley y del pacto federal: la autoridad estatal no es para nada legítima (aunque haya sido ``legitimada'' por un Congreso local sometido) y, como en los tiempos de crisis del pasado, el control lo ejerce el Ejército por intermedio de un ``gobernador'' nombrado desde el Ejecutivo federal. Y tal como se advirtió desde mucho antes, en las zonas de conflicto no existían las condiciones que permitieran una elección, y hoy se intenta por la fuerza imponer los resultados de un proceso plagado de irregularidades. Sin embargo, y a pesar de este clima, las fuerzas emergentes lograron abrir paso a la política: el PRD ganó la capital, Tuxtla Gutiérrez, y obtuvo el triunfo en el distrito más urbanizado, desarrollado y consciente (Tapachula y la comarca de Soconusco), lo cual refrenda las tendencias que corren desde Sonora hasta el extremo sur, y de que -aun en las peores condiciones- el pueblo mexicano se dio el espacio para buscar la transición a la democracia de manera pacífica.