A Juan María Alzina y Gerardo Zaldívar
Hace exactamente 61 años, en este viernes en que escribo, que empezó el acontecimiento más dramático de este siglo: la guerra civil en España...
Obviamente los alcances de la segunda Guerra Mundial, en víctimas y en consecuencias económicas y sociales, fueron de mayor importancia, pero la guerra civil fue el enfrentamiento entre hermanos. Y no es sólo retórica.
Yo tenía diez años. Odón, mi hermano mayor y yo nos quedamos en Madrid con nuestro padre en aquél verano, un tanto castigaditos por algún fracaso en exámenes.
Pacita y Jorge, en cambio, disfrutaban con nuestra madre, en San Rafael, del verano.
Afortunadamente nos reunimos pronto en Madrid.
Me parece que era domingo. La rebelión se había extendido por toda España, pero lo que fue el principio del Ejército Popular ocupó heroicamente el Cuartel de la Montaña. Mi padre nos llevó a Odón y a mí a verlo al día siguiente.
Pasaron tres años y muchos bombardeos a poblaciones civiles y mucha hambre y, por supuesto, al menos en mi caso, un miedo constante, antes de que terminara aquéllo de mala manera para la República. Vino el exilio a Francia, la segunda Guerra Mundial y en el caso de la familia De Buen Lozano, una salida milagrosa de París un día antes de que entraran los alemanes. De quedarnos allí a nuestro padre, funcionario importante del gobierno republicano, lo habrían deportado a España y Franco lo habría fusilado. Como al presidente Companys.
El exilio en México comenzó una luminosa y muy calurosa mañana del 26 de julio de 1940 al arribar nuestro barquito a Coatzacoalcos.
Fueron 40 años de dictadura, con represiones bestiales a los antiguos republicanos a los que se fusilaba --me lo recordaba Carmen Parga-- por haberse rebelado. ¡Dramática paradoja! Si no es que absoluto cinismo y crueldad infinita de unos vencedores que lo habían sido por la traición de Francia e Inglaterra contra la República y el apoyo absoluto de la Alemania nazi.
El exilio inició de inmediato su guerra en contra de Franco. La vida política, siempre activa, nos reunía en centros regionales y políticos. El año de 1945 fue el año de la esperanza, al ser derrotados los nazis y los fascistas italianos. Pero la guerra fría exigía el apoyo de Franco y volvimos a perder la guerra.
En otra paradoja explicable, el exilio acabó por perder la guerra una tercera y última vez, cuando en 1982 el PSOE triunfó en unas elecciones impactantes. El recuerdo de Suresnes, un cambio de estafeta no tan tranquilo entre el exilio y el interior, que llevó a Felipe González a la secretaría general, generó una especie de rechazo a quienes, a tantos años de distancia, aún querían regresar al poder. Muy pocos lo lograron y por muy poco tiempo. Rafael Fernández, cabeza de una familia socialista de abolengo, fue presidente del Principado de Asturias, y Wenceslao Roces, un jurista de excelencia, traductor de obras maestras para el FCE, fue electo senador. Y pare usted de contar.
En España se consolidaba la democracia, obra en la que la decisión de Juan Carlos I de Borbón y Adolfo Suárez fue definitiva. El Rey pasó la frontera de las dudas en su enérgico mensaje del 23 de febrero de 1981, en ocasión de la majadería altanera de un coronel de la guardia civil, un tal Tejero.
La democracia y la monarquía han vivido, desde entonces, juntas. No hace mucho Julio Anguita, el coordinador autoritario de Izquierda Unida, lanzaba a los aires una exigencia republicana a la que nadie hizo demasiado caso.
Para lo que fue el exilio, la República, el símbolo morado que hace poco se volvió activo en este México nuestro, constituía no sólo una forma política sino una ideología. Primero republicanos y después, lo que se quiera: izquierda republicana, socialistas, anarquistas, comunistas y sin partido.
Me pregunto ¿sigue siendo válido ese republicanismo?
A 61 años de distancia del comienzo de la guerra civil, y poco más de 66 de la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, mi opinión es que ya sólo tiene un valor romántico. Porque cuando la monarquía se maneja con la gallardía con que lo ha hecho Juan Carlos de Borbón, en el marco de la absoluta democracia, ser republicano o monárquico ha perdido su intensidad ideológica. Aunque se conserve en el último rincón del pensamiento íntimo para quienes, como yo, la República es la esencia de su historia personal.