Monseñor Justo Mullor presentó sus cartas credenciales al Presidente de México y ya es el representante oficial del Estado Vaticano. Reiteró, en declaraciones a los medios, que su divisa es ser 90 por ciento pastor y 10 por ciento diplomátco. He aquí la primera confusión del nuevo embajador, quizás derivada del peculiar carácter que en otros países conlleva su investidura y que se expresa en una denominación distintiva: la de nuncio apostólico.
Alguien debió aclararle, antes de su bienvenida presencia en nuestro país, que las leyes mexicanas lo reconocen como jefe de una misión diplomática extranjera, pero no como representante oficial de la Iglesia católica, pues ésta mantiene relaciones con el Estado a través de los obispos, mismos que al ponerse en vigor los preceptos reglamentarios del artículo 130 constitucional fueron los encargados de solicitar el registro de las corporaciones dentro de las que ejercen funciones jerárquicamente superiores a las de los demás ministros de ese culto religioso que actúan en ámbitos terrtoriales delimitados conforme a sus propias normas. Ellos son los responsables del cumplimiento del marco jurídico que rige sus actividades y a ellos se dirige oficialmente la Secretaría de Gobernación con motivo de algún asunto de su incumbencia.
En México, el nuncio no es sino un embajador sujeto a las mismas disposiciones y protegido por las mismas prerrogativas correspondientes a los de su rango, en los términos de las convenciones internacionales sobre la materia. Por consiguiente, por lo menos desde el punto de vista jurídico formal, monseñor Mullor está obligado a actuar en un ciento por ciento como diplomático, sin perjuicio de que eventualmente realice funciones pastorales (que entendemos como las inherentes a los oficios del culto católico), siempre que sean compatibles en tiempo y forma con las responsabilidades de su acreditación oficial y se mantengan dentro de las limitaciones y requisitos preceptuados por el orden constitucional y legal que rige en el país.
El recién llegado (y repito, bienvenido) representante del Estado Vaticano expresó también, a propósito de las prohibiciones a los ministros de los cultos, que pedía a los mexicanos ``ponerse de acuerdo en qué es hacer política''.
Los mexicanos, en ese punto, ya nos hemos puesto de acuerdo. Recomiendo a monseñor Mullor la lectura cuidadosa del inciso e) del párrafo segundo del artículo 130 de nuestra Constitución. Le sorprendería la claridad de su redacción y la transparencia de su contenido.
Por lo demás, en su caso personal no se requiere de una especial exégesis en cuanto a lo que podrá y no podrá hacer, pues concurren en él dos características. En primer lugar es extranjero y, como tal, está sujeto a la prohibición de carácter absoluto contenida en el segundo párrafo del artículo 33 constitucional, que a la letra dice: ``Los extranjeros no podrán de ninguna manera inmiscuirse en los asuntos políticos del país''. Además, es un embajador acreditado ante el gobierno mexicano. Saldría sobrando que se le imputasen transgresiones cometidas en ejercicio de un ministerio religioso, pues esta circunstancia implica limitaciones de menor significación que las inherentes a su indeclinable obligación, por virtud de la representación diplomática que ostenta, de observar respeto irrestricto a la soberanía de nuestro país y a los principios de autodeterminación y no intervención en los asuntos internos que conciernen exclusivamente a los mexicanos.
Ante el gobierno mexicano, monseñor Mullor no es representante del papa Juan Pablo en su carácter de sumo pontífice de una Iglesia, sino como jefe de Estado. Los ministros del culto católico sí lo reconocen con el primero de los caracteres señalados y admiten que ostenta una jerarquía superior a la de ellos en los términos del derecho canónico; pero esa es una situación que concierne solamente a quienes forman parte de esa corporación religiosa. Muy probablemente a ese tipo de funciones orientadoras y disciplinarias se refería cuando habló de su ``misión pastoral'' y anunció que le dedicaría el 90 por ciento de su tiempo.
Ojalá que el diez por ciento restante le alcance para conocer a fondo el marco jurídico a que estará sujeto, la evolución reciente de las relaciones de un Estado laico, como es el nuestro, con las diferentes Iglesias y en particular con la católica; y cobrar conciencia acerca de las hipersensibilidades que dejó abiertas, en su propia Iglesia y fuera de ella, su antecesor. No es deseable que monseñor Mullor tropiece en su camino con las mismas piedras, sembradas por imprudencia o protagonismo excesivo.