Hablando con muchos dirigentes políticos de distintas partes del mundo, la sensación que he recogido en España y Brasil en este último viaje --y en Brasil encontré gente de todo el continente en la cumbre de la UNESCO-- es de cansancio sobre los asuntos de Nicaragua.
Tantos años de preocupación por nuestra suerte están quedando en fatiga frente a un conflicto que parece no tener fin y que en los programas de televisión aparece con colores de triste rutina, intransigencia y altisonancia, quemas y pedreas reales y verbales, un escenario de confrontaciones que es el mismo por muchos años, pero ya desgastado.
¿Qué pasa con Nicaragua?, es el saludo desde lejos. Sí. ¿Qué pasa? En primer lugar, que seguimos en manos de minorías duras que luchan por reconquistar el pasado, un gran campo de escombros desgraciadamente tan apetecidos, donde la confrontación es natural, y la violencia tiene signo positivo. Una inquina que roe por dentro como un gusano, esa inconformidad fatal de que mientras no se castiguen las actitudes o las ideas del otro, no habrá paz posible para nadie. Unos porque tienen poder, otros porque se lo han quitado.
Y en esa visión de pasado, el Estado de derecho siempre hace falta como ámbito de resolución de conflictos, públicos o privados, un gran vacío donde se instala el semillero de la violencia frente a la debilidad, o el descrédito crónico de la ley: un procurador de Justicia se presenta a abrazar a un reo responsable del secuestro de todo el personal de la embajada de Nicaragua en Costa Rica, y el jurado, amedrentado, lo pone libre. Un juez anula un proceso por defraudación bancaria aceptando la inmunidad del reo poderoso, y luego alega que no había terminado de leer la Constitución reformada, que elimina esa inmunidad.
La violencia se presenta en distintos campos y medidas. No se trata de episodios a olvidar, sino de ensayos continuados para puestas en escena más grandes, y otra vez las formas de conducta arbitrarias, arriba y abajo, vuelven a imponerse.
De una parte el gobierno que no cumple lo que debe cumplir, como en el caso del 6 por ciento de las universidades, y de la otra la idea fija de que el gobierno sólo puede cumplir a la fuerza y que, por tanto, los métodos para forzarlo no importan. Y las pantallas de televisión se llenan entonces de humo y destrozos, y los alegatos de uno y otro lado llegan sólo en forma de gritos.
Cuando he hablado sobre el diálogo nacional a quienes preguntan qué pasa en Nicaragua, el escepticismo asoma en los rostros. Pero he defendido el diálogo. Un diálogo serio, con compromisos y consecuencias reales, con voluntad de cumplir. Creo que lo peor que podría ocurrirnos sería dejar de intentar las soluciones, y abrir entonces el campo a la confrontación que terminaría por barrer todo vestigio de entendimiento.
Es probable que en la mente de dirigentes del gobierno siga campeando la idea de que la mayoría electoral, que les dio el poder para gobernar, haga innecesario el diálogo, o que no debe tomarse con seriedad la opinión de quienes no obtuvieron muchos votos; al fin y al cabo el FSLN, que es la segunda fuerza electoral, ha dicho que no participa, lo que por sí mismo debilita el intento.
Pero a estas alturas, mucha de la opinión que conformó los resultados electorales se ha movido de lugar según las encuestas, y el gran perdedor ha sido el gobierno; y los votantes no han ido hacia el FSLN, sino al ``no sabe, no responde'', que es la franja del desencanto.
La gente quiere en Nicaragua que el país se mueva hacia adelante. Que haya trabajo, actividad económica, oportunidades. Que haya honestidad, seriedad, tranquilidad. Que se acaben la polarización y las confrontaciones. Sobre eso es que hay que hablar, entre todos, en un diálogo, con sentido de futuro, ojalá con el FSLN presente.
En ese campo de escombros que es el pasado, al que recurren las minorías militantes en busca de sus argumentos, no se puede hallar nada que sirva para construir. El país ha sido puesto como rehén de la idea fija de que siempre hay cuentas pendientes que arreglar entre el somocismo y el sandinismo, y entre esos dos polos irreductibles es que se abre la confrontación destructiva. Es tiempo de enterrar esa confrontación como la única manera de salir hacia adelante.
Cuando nos pregunten qué pasa en Nicaragua, y respondamos que estamos arreglando el futuro, y no el pasado, entonces nos van a escuchar otra vez con pasión, y no con compasión.