La Jornada sábado 19 de julio de 1997

Gilberto Guevara Niebla *
1968: la herencia de Díaz Ordaz

68 no se olvida. No lo olvidaremos nunca, al menos sus actores. Las víctimas guardamos memoria imborrable de un evento que vulneró, a un grado extremo, nuestras vidas; los victimarios, por su parte, repiten para sí (y, cuando pueden, para los demás), una y otra vez el argumento falaz de que el movimiento estudiantil fue un fenómeno artificial, organizado por comunistas y extranjeros, y que el gobierno hubo de reprimir con firmeza implacable a los estudiantes en Tlatelolco para evitar el derrumbe del país.

Al escuchar esto, los estudiantes de entonces solemos reaccionar con indignación ante esta versión estulta que, nos parece, constituye mera reiteración de una monstruosa mentira. Una mentira equivalente a confundir la vida con la muerte. Sin embargo, esa mentira se pronuncia --como lo hizo antier el general Luis Gutiérrez Oropeza-- en voz alta, y es recogida y difundida ampliamente por los medios.

Cuando eso sucede, sentimos que el crimen se vuelve a repetir. Volvemos a oír las ráfagas criminales que cegaron la vida de nuestros compañeros, los gritos desesperados de los niños, de los adolescentes, de las madres y padres que los acompañaban. Y repasamos nuestro sufrimiento --el sufrimiento de miles de personas, ciudadanos mexicanos sin culpa que sufrieron golpes, torturas, persecución, humillaciones y cárcel.

Gutiérrez Oropeza no dice que el movimiento estudiantil de1968 tuvo un sentido democrático y afirma, en cambio, que su objetivo era trastornar el orden político de México, crear el caos, abriendo las puertas a la invasión extranjera. Gracias a la acción sin titubeos, decidida y firme del presidente Díaz Ordaz y a la actuación, igualmente firme, del Ejército, dice el general Gutiérrez, se logró controlar la situación.

¿Pero cómo los miles y miles de ciudadanos que estuvimos ahí habremos de olvidar lo que vimos, sentimos, sufrimos? ¿Cómo olvidar que había dos líneas de fuego que disparaban en sentido opuesto? ¿Cómo olvidar que la Plaza de Tlatelolco fue asaltada, sin previo aviso, por tropas uniformadas? ¿Cómo olvidar las luces de bengala? ¿Cómo olvidar que militares y policías vestidos de civil y portando un guante blanco disparaban contra la multitud y contra la tropa desde el propio edificio Chihuahua en donde nos hallábamos parapetadas centenares de personas? ¿Cómo olvidar que, horas después, éstos mismos, mezclados con uniformados, nos detuvieron, nos desnudaron, nos golpearon y nos condujeron al Campo Militar Número 1? ¿Acaso no existen la evidencia brutal de las declaraciones de militares heridos que manifestaron ante el Ministerio Público formar parte del Batallón Olimpia y haber recibido desde la mañana anterior instrucciones de actuar después de las luces de bengala y clausurar las salidas del edificio Chihuahua? ¿Cómo negar que jamás se demostró que uno solo de los estudiantes hubiera disparado y, en cambio, sí ocurrió que, al ver que soldados torturaban frente a él a su madre, uno de nuestros compañeros accedió a declarar que había disparado una metralleta?

¿Cómo, cómo, cómo? Sin embargo, esta memoria dividida se explica, en gran parte, por el derrumbe total de las instituciones democráticas: en Tlatelolco, bajo la tutela del presidente Gustavo Díaz Ordaz, el Estado mexicano suspendió la legalidad y cesó de funcionar de acuerdo a su normatividad constitutiva. Hubo una suspensión tácita del derecho. Esta suspensión determinó que, con posteridad a los hechos, no haya habido juicio legal alguno y que, en su lugar, sólo se haya dado una ridícula impostura --los llamados juicios de 1968 que se siguieron contra los estudiantes, o sea, contra quienes habíamos sido víctimas de la represión.

Esta burla de la Justicia llegó a ser tan embarazosa --José Revueltas se encargó, en su momento, de despedazarla con incomparable ironía-- que las autoridades optaron, a la postre, por levantar el tinglado y liberar en forma vergonzante a los supuestos chivos expiatorios mediante recursos legales improvisados. La posibilidad de un desenlace legal sobre el crimen de Tlatelolco no está, sin embargo, definitivamente clausurada. Es verdad que, por iniciativa del presidente Luis Echeverría se aprobó en 1976 una ley de amnistía, pero esta ley sólo comprendió en sus efectos a los estudiantes y maestros contra quienes se ejercitó acción penal con motivo de los acontecimientos de 1968, de modo que los asesinos de Tlatelolco no fueron beneficiados por esa norma.

Amnistía quiere decir olvido. Con la ley de 1976, el gobierno decidió olvidar, pero no sólo olvidó los delitos falsamente atribuidos a estudiantes y maestros, como en rigor lo estipulaba la ley. Ante la perspectiva hipotética de abrir un nuevo juicio sobre los sucesos de 1968, las autoridades resolvieron olvidarlo todo. Esta actitud contrasta con la vitalidad de la memoria que la sociedad guarda de ese trauma histórico.

Saldar cuentas con 1968 cobra renovado sentido a la luz de la reforma democrática en proceso. Yo me pregunto: ¿por qué resurge ahora (cuando aún se festeja el triunfo democrático del 6 de Julio) la voz de esa generación de funcionarios representantes de aquel gobierno autocrático y despótico? ¿Acaso no debemos ver en ello un mensaje de los emisarios del pasado; un esfuerzo para ofrecer, ante las incertidumbres de la democracia, la imagen mítica de un México anterior en el que hubo orden, estabilidad y prosperidad? ``Después de Tlatelolco --dice Gutiérrez Oropeza-- no hubo fuga de capitales y el país siguió creciendo''. Eso es verdad. Lo que el general no dice es que, a cambio de eso, Díaz Ordaz dejó como herencia una sociedad dividida por antagonismos inconciliables que en estos 30 años han producido un saldo de dolor y muerte equivalente a muchos, muchos Tlatelolcos.

* Director de la revista Educación 2001