El artículo 8o. de la Ley de Instituciones de 1990 establecía: ``Para organizarse y operar como institución de banca múltiple se requiere autorización del gobierno federal, que compete otorgar discrecionalmente a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, oyendo la opinión del Banco de México y de la Comisión Nacional Bancaria. Por su naturaleza, estas autorizaciones serán intransmisibles.'' Este precepto legal marca con toda claridad que las autorizaciones administrativas que podía otorgar el Gobierno Federal eran actos administrativos, de alcance singular y concreto, cuya fuente de legalidad estaba en el texto legal transcrito en la potestad reglamentaria.
No pueden confundirse la facultad de otorgar concesiones administrativas con la facultad reglamentaria, y resulta una barbaridad jurídica confundir maliciosamente una autorización o concesión individual de alcance singular, con la expedición de una norma reglamentaria, general, secundaria, fundada en el artículo 89, fracción primera de la Constitución.
Los integrantes de la oncena jurisdiccional pretendieron legitimar los acuerdos presidenciales específicos de autorizaciones bancarias fundándolos en el artículo 89, fracción primera de la Carta Magna y olvidaron el artículo 8o. de la Ley de Instituciones por dos razones muy obvias:
1. El Congreso de la Unión, al aprobar la nueva Ley de Instituciones de Crédito (Diario Oficial del 18 de julio de 1990), y al brindar mediante el artículo 8o. del Ejecutivo federal, la facultad de otorgar autorizaciones bancarias, sometió esa potestad a un plazo legal improrrogable.
El artículo 9o. transitorio de la ley en referencia dispone: ``El Ejecutivo federal, en un plazo de 180 días naturales a partir de la vigencia de esa ley, expedirá los decretos mediante los cuales se transforman en instituciones nacionales de crédito, de sociedades anónimas en sociedades nacionales de crédito, como instituciones de Banca de Desarrollo''.
Como Salinas no alcanzó a concertar con los interesados privados, nacionales y extranjeros, valido de su máxima autoridad extralegal, expidió muchos de los decretos de autorización a los bancos después del plazo fijado por el Congreso. Esta extemporaneidad tiñó también de ilegalidad la operación como bancos, de las sociedades autorizadas, aunque no las privó de vida jurídica. El problema de fondo no era ni es la existencia de las instituciones autorizadas, sino de la ilegalidad de su actuación, fundada en decretos presidenciales posteriores al plazo fijado en la ley y, por lo mismo, contrarios a la Carta Magna.
La maña de la Suprema Corte de suplantar la facultad sujeta a plazo establecida en el artículo 8o. de la Ley Bancaria por la facultad reglamentaria del Presidente, proveniente de la fracción primera, del artículo 8o. de la Constitución, ni legitima los acuerdos ni los sustrae de la temporalidad de la función ya vencida y, por lo mismo, ya inexistente.
2. La otra evidente violación legal contenida en los acuerdos presidenciales, que la Suprema Corte pasó por alto con vergonzante unanimidad, es que el artículo 9o. de la misma Ley de Instituciones establecía, en forma terminante, una serie de requisitos para que alguien pudiera obtener una autorización para operar como institución de banca múltiple, requisitos cuyo cumplimiento debiera estar obligado a vigilar el Presidente cuando, con fundamento en el artículo 8¼, concede una autorización. Otorgarla sin cumplir esos requisitos determina la ilicitud de la misma autorización y la nulidad consecuente de las operaciones bancarias que lleve a cabo quien ``disfruta'' de una autorización inválida.
Varios de los entes autorizados por Salinas para operar como bancos múltiples no satisfacían los requisitos legales mencionados en el precepto transcrito. Pero, para cortar por lo sano, la oncena judicial suprema olvidó el problema y declaró que los acuerdos presidenciales que comento eran perfectamente ajustados a derecho.
Queda una cuestión jurídica y política que no parece preocupar demasiado a los miembros de la multicitada oncena judicial: ante su la actitud de pretender convalidar los acuerdos presidenciales citados, con clara transgresión de la Constitución y de las leyes aplicables, ¿qué camino les queda a los cientos de miles de ciudadanos esquilmados por los banqueros ilícitos, para defender sus derechos y sus intereses jurídicos? ¿Qué sendero les señala la Suprema Corte a los deudores despojados, a los barzonistas sin medios suficientes, a los deudores sin recursos pecuniarios, amenazados todos por la ``firmeza'' de los bancos acreedores, autorizados por Salinas en 1990, que hoy creen haber encontrado un nuevo apoyo en la sentencia de la Suprema Corte de Justicia que pretende legitimar un sistema bancario fundado en los acuerdos presidenciales comentados?