Karl Bodmer, pintor europeo de algún país entre Suecia y Suiza, aprovechó la primera mitad del siglo XIX para trasladarse al viejo y salvaje oeste. Viajaba como artista predilecto de un viejo rico, marqués de algún reino entre Suiza y Suecia, que le encomendó la memoria gráfica de la expedición. Bodmer trazó durante dos años paisajes llenos de indios Dakota, búfalos y soldados de batallones diversos, o de plano sin batallón, que arremetían indistintamente unos contra otros y así mantenían un ecosistema histórico admirable. El Buffalo Bill Historical Center, museo virtual que circula por Internet, cuenta, como cualquier museo que se respete, con una tienda de souvenirs.
Con la ayuda del mouse y un número de tarjeta de crédito internacional solvente, pueden adquirirse las pinturas de Bodmer, montadas en platitos para colgar en la pared o en refractarios para cocinar ravioles o alguna otra delicia consistente y capaz de borrar ese trabajo notable. La serie de estas obras condenadas irremediablemente a la salsa de tomate se llamaba originalmente ``Las tribus nativas americanas'' (nótese el gracejo de incluir a los búfalos y a los soldados en la misma tribu) y están a la venta como producto oficial de Buffalo Bill. Un solo problema: Bodmer pintó los cuadros entre 1832 y 1834, y William Frederick Cody, alias Buffalo Bill, nació en 1846. Molly Wingate, registrada en la historia como ``La Madona de la Pradera'', realizó la hazaña de batirse sola contra la tribus nativas estadunidenses (indios, soldados y búfalos) a bordo de una carreta que transportaba manteles bordados (mercancía inútil para todos menos para ella y para su héroe que la esperaba) y a través de, según los exaltados cronistas de la época, ``campos en llamas y lluvias de flechas''. Llegó a Oregon salva y medianamente sana, se bañó, se untó el perfume de moda y, como lo había prometido, invitó a cenar a su héroe encima del mejor mantel bordado. El héroe, desde luego, era Buffalo Bill.
Un pintor, éste si de la época, hizo un óleo de Molly, de la cintura para arriba con un mantón detrás que parece una aureola.
Otro cuadro ilustra el final de la carrera del héroe. Un pintor de apellido (no es posible) Custer lo inmortalizó, a principios de este siglo, al frente de la carpa donde tenía lugar su espectáculo. Bill de melena y barba blancas, sonríe delante de una marquesina que anuncia Buffalo Bill's wild west. Esta obra, a diferencia del mantel bordado y de las obras de Bodmer, ha podido sortear con éxito la salsa de los ravioles.
Los enemigos tradicionales de Buffalo Bill están bien localizados en las dos terceras partes de las tribus nativas: sus homónimos los búfalos y los indios de la banda de Toro Sentado.
Cuando el ecosistema histórico se desniveló, Buffalo, los búfalos y Toro Sentado se quedaron sin trabajo. Buffalo resolvió su situación montando un espectáculo que oscilaba entre el teatro y el circo, con gradas y carpa, donde representaba, en tres horas, sus conquistas y aventuras en el salvaje oeste. El concepto era insuperable: la historia de Buffalo Bill narrada y actuada por él mismo.
En una de las temporadas el Wild west fue contemplado por un millón de asistentes que se apeñuzcaban en una explanada de Staten Island. Ese record de entrada fue logrado en parte por la asistencia de una estrella invitada de incuestionable rigor histórico: el original y auténtico Toro Sentado.
Buffalo, Toro y una manada de búfalos ganaban una fortuna representándose a sí mismos. Toro Sentado era un pésimo actor y tuvo que sujetarse a la dirección artística de Buffalo, que le designó un papel sencillo pero de importancia sicológica crucial: cada vez que empezaba una batalla (el show, por cierto, era una batalla ininterrumpida). Toro, bañado por un aplauso caluroso, cruzaba el proscenio de lado a lado y se colocaba, desde luego sentado, en una suerte de templete mientras llegaba el momento de su siguiente caminata.
El Buffalo Bill's hizo una gira mundial con sus estrellas históricas. Toro, rápidamente maleado por los vicios del show bussines, estableció una tarifa para las fotografías que le tomaban sus fanáticos y otra, más elevada, para los autógrafos. En el Museo Smith de Arte Indígena, en South Dakota, hay una foto deslumbrante: Toro Sentado (de pie) blandiendo un tomahawk en el Barrio Latino de París, con el arcángel Saint-Michel de fondo.
El administrador del espectáculo, uno de los sobrinos de Buffalo Bill (que de manera misteriosa también era hijo de la Madona de las praderas), situó en su justa proporción los negocios y la enorme conciencia social del héroe indio. En las páginas de su libro A life with Bill, cuenta cómo al final de cada función, luego de hacer el papelón de mercader de sí mismo, Toro Sentado salía a las calles de la ciudad donde estuvieran y repartía sus ganancias entre la gente necesitada.