Amenazar a alguien con la música de Arnold Schoenberg (1874-1951) es casi tan terrible como amenazarlo con el Coco o con el cobrador de impuestos. En efecto, la mayoría de los melómanos de ocasión, y alguno que otro conocedor, reaccionan ante la sola mención del nombre de Schoenberg con un ``¡Vade retro, Satanás!'' que no admite discusión alguna. Las razones de ello son relativamente fáciles de comprender, aunque no justifican del todo el anatema al que se ha sometido a la obra de Schoenberg en su conjunto.
Hay un Schoenberg que sin duda es áspero, difícil y hermético; es el Schoenberg del expresionismo extremo, el del rigor dodecafónico, es el Schoenberg de la música no-repetitiva a ultranza; es el creador de una música tan adusta y severa como los autorretratos que pintó. En este ámbito de su producción se encuentran, por una parte, las obras cerebrales surgidas de sus especulaciones técnicas y formales, y por la otra, las piezas marcadas por una expresión casi neurótica, exacerbada por el rarificado e inestable ambiente político, social y estético del periodo entre las dos grandes guerras. Y en efecto, toda esta música de Schoenberg es de difícil audición para un público cuya capacidad de asombro no va más allá de Mahler. Es importante recordar, sin embargo, que hay otro Schoenberg más accesible, al que algunos califican de posromántico, aunque en realidad se trata de un Schoenberg plenamente romántico. Tan es así que varias de las obras del primer periodo creativo del compositor están influidas de manera clarísima por tres figuras del gran romanticismo alemán: Richard Wagner (1813-1883), Gustav Mahler (1860-1911) y Richard Strauss (1864-1949). La mejor opción para un posible acercamiento a este otro Schoenberg, el romántico, está en la audición cuidadosa de las dos obras más importantes de este primer periodo suyo: Noche transfigurada (1899) y el monumental ciclo sinfónico de canciones conocido como Gurrelieder (1900-1911). En el caso de la primera obra, no hay mayor problema; concebida originalmente como un sexteto de cuerdas, fue transcrita más tarde por el propio Schoenberg para orquesta de cuerdas, y se le puede oír allá de vez en cuando en alguna programación. Gurrelieder, sin embargo, es harina de otro costal; concebida para fuerzas musicales aún mayores que las de la Sinfonía de los mil de Mahler, requiere más de 300 ejecutantes en escena, y una labor de montaje y ensamble complicada. Bajo tales parámetros, no es extraño que esta gran obra de Schoenberg haya permanecido sin estrenarse en México hasta hace un par de semanas, en lo que resultó una de las sesiones musicales más satisfactorias de lo que va del año.
El Teatro de Bellas Artes vio sus tablas llenas hasta el último rincón con una Orquesta Sinfónica de Xalapa aumentada hasta cerca de 150 músicos, un coro de iguales dimensiones y cinco solistas vocales que, bajo la sabia conducción de Francisco Savín, dieron vida por segunda vez en México a la partitura de Gurrelieder. El estreno mexicano absoluto ocurrió dos días antes, con los mismos protagonistas, en Jalapa. Partitura complejísima, llena de trampas y peligros, fue preparada con cuidado y atención por Savín y sus huestes, y si bien fue posible notar un par de momentos menos coherentes que el todo, lo cierto es que se trató de una interpretación de alto nivel. En el plano de lo vocal, no sorprende anotar que la mejor participación fue la de la mezzosoprano Encarnación Vázquez, quien cantó la larga y compleja aria de la Paloma del Bosque con una mezcla ideal de pasión, claridad y proyección vocal. Igualmente justa fue la participación del barítono Jesús Suaste, en un rol corto pero exigente. Fue evidente también que los miembros de la Sinfónica de Xalapa se comprometieron a fondo con este gigantesco proyecto, puesto que exhibieron una concentración y una disciplina que no es fácil mantener en una obra de estas dimensiones.
Si algo no estuvo a la altura de la ocasión fue la participación de los numerosos coros convocados; se trató, más que nada, de falta de volumen y proyección, que quizá pudo haber sido solucionada con la participación de coros operísticos. Por encima de todo ello, la labor comprometida y profesional de Savín en la concertación de las enormes fuerzas musicales de Gurrelieder; a cada momento de la audición se hizo evidente que tenía que ser Savín quien hiciera este estreno en México. Y esta vez, gracias a una intensa labor de promoción y convencimiento del INBA, el Teatro de Bellas Artes se llenó de un público curioso y abierto que no le tuvo miedo a Schoenberg y que se dejó maravillar por la avalancha sonora de esta obra postrera del gran romanticismo alemán. Para quienes se perdieron de esta singular noche de música, hay buenas grabaciones de las Gurrelieder de Schoenberg dirigidas por Boulez, Ozawa, Chailly, Kubelik , Inbal y Mehta.