La Jornada miércoles 16 de julio de 1997

Carlos Montemayor
La última transición del siglo

México está viviendo, al menos por tercera vez en este siglo, un relevante proceso de transición que sigue manteniendo como eje y referente esencial la trasmisión pacífica del poder y la naturaleza del partido que fundó en 1929 Plutarco Elías Calles. Pero en la idea que nos hemos hecho de la actual transición democrática, el optimismo o belicosidad de los partidos opositores nos han hecho suponer a veces varios aspectos no siempre claros o no precisamente ciertos.

Por ejemplo, las importantes derrotas electorales del PRI en procesos recientes y transparentes pueden tener lecturas diversas. Muchos mexicanos pensamos que con ellas está desapareciendo ese partido, pues nuestro optimismo y nuestro deseo de cambio nos hace magnificar los triunfos recientes de los partidos llamados ahora ya impropiamente de oposición, y subestimar los triunfos importantes que aún logran los cuadros del PRI. Este partido, que está dejando de ser oficial, no tendrá ya la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados ni en el Senado, ciertamente, pero sigue siendo la innegable mayoría al menos por más del doble ante cualquier otro partido. El PRI perdió la gubernatura en Nuevo León y en Querétaro, es verdad, pero no por márgenes desmedidos como los que hicieron perder al PAN y al PRI en el Distrito Federal ante el PRD. Quiero decir que el PRI está perdiendo elecciones importantes, pero no está desapareciendo como fuerza electoral y política. El PRI está obligado, con sus derrotas recientes, a reconocer que la alternancia de partidos en el poder es ya un hecho. Pero los otros partidos (que ya no podemos llamar, repito, solamente de oposición) están obligados también a reconocer, en medio de sus triunfos recientes, que esa alternancia es efectivamente un hecho y que eso incluye al PRI.

Muchos cambios deberá experimentar ese partido que consideramos en vías de extinción, pero su fuerza política real no desaparecerá mañana. Por lo tanto, la transición democrática no equivaldrá, primero, a la extinción próxima de ese partido, sino a su transformación; segundo, tampoco equivaldrá a que el poder omnímodo que ejerció durante varias décadas pase intacto a otro partido, pues precisamente ese tipo de poder está siendo desplazado por este proceso de transición; tercero, el triunfo electoral de cualquier partido político no equivale ahora a su continuidad en el poder. La continuidad de un partido en el poder generará siempre corrupción. La transición democrática que estamos viviendo está encaminada, con logros palpables, a impedir que cualquier partido político vuelva a ejercer el poder omnímodo y fraudulento de que gozó el PRI durante décadas.

Pero empecé diciendo que estamos viviendo al menos el tercer proceso de transición en este siglo. En efecto, en 1929 se inició en México un importante periodo de transición que podríamos llamar también democrático. Me refiero a la creación del Partido Nacional Revolucionario, que suspendió los enfrentamientos armados como procedimiento único para resolver, entre las facciones y los caudillos de la revolución, la trasmisión del poder presidencial. Esa transición no fue fácil y nos es imposible imaginar ahora la trascendencia del proceso que llevaron a cabo Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas. En un artículo publicado hace unos días en La Jornada, Miguel Covián Pérez explicó que esa función del PNR se consolidó cuando pasó a manos del Presidente de la República en turno el poder de arbitraje que el jefe máximo de facto tenía entre los jefes revolucionarios. Pero recordemos que antes, durante y después de esa primera transición no desaparecieron las facciones, los caudillos, los jefes revolucionarios aposentados en sultanatos regionales o en prebostazgos, según expresiones de Adolfo Ruiz Cortines y de Gonzalo N. Santos, sino que se transformaron sus relaciones, sus terrenos de acuerdo.

A Manuel Avila Camacho y a Miguel Alemán les tocó desempeñar una segunda: el paso del poder militar al poder civil. No fue insignificante esa transición. Y tampoco desapareció con ella la influencia importantísima del Ejército en la vida del país. A partir de esa transición, durante décadas, éste estuvo proveyendo al sistema de manera regular y negociada de diputados, senadores y gobernadores. Con el advenimiento de los gobiernos civiles tampoco desapareció la ambición de un nuevo maximato; el primer ejemplo de una larga serie lo dio Miguel Alemán mismo cuando intentó, primero, reelegirse; después, imponer un sucesor débil que le permitiera seguir tras el poder.

Corresponde ahora al presidente Ernesto Zedillo y a los actuales partidos conducir la tercera transición de este siglo. El objetivo sigue siendo el mismo: la trasmisión pacífica del poder. Ya no lo es ahora entre caudillos de la revolución ni entre militares o civiles, sino entre partidos políticos. Como en los anteriores procesos de transición en que no desaparecieron las fuerzas actuantes, en esta tercera ocasión las fuerzas actuales no desaparecerán, sino se transformarán. Los partidos que ya no debemos llamar de oposición se están transformando en gobierno y después quizás volverán a ser oposición. El PRI ha comenzado en muchos sitios del país a ser oposición y en otros todavía es y volverá a ser gobierno. Hemos dado otra vez un gran paso, pero es largo aún el camino que va desde la transparencia de los procesos electorales hasta la democracia que, por encima de la miseria de nuestra inmensa población, se convierta en justicia y bienestar social.