Arnoldo Kraus
Adiós, Cristina

Cristina murió sin saberlo. La muerte acudió prematuramente, sin avisar. Fue tal el destiempo y tanta la agresividad del mal, que su fin es de esos epílogos prematuros, inacabados. Y es que había demasiado por hacer. Las trovas y jaraneros que acudieron a su casa el día previo al fallecimiento son testimonio inobjetable: el camino sólo había empezado. Sus voces eran fiel tributo a la amiga enferma y homenaje al recuerdo. Los cantos buscaban acompañar e incluso curar. No sería la primera vez que alguien sana cuando los jaraneros entregan en su voz, el corazón. Lamentablemente no fue así. El tumor pudo más, mucho más que la magra ciencia médica y que las inmensas almas de los trovadores. Sin embargo, dice Payán Carlos que Cristina entreabrió los ojos cuando escuchó los cantos. La lágrima del adiós rodó al ritmo de las notas.

Ya muerta, su rictus confirmaba lo anterior: la expresión era calma, serena. Quien la vio sabrá que feneció en paz, sin dolor. Su último mirar no revelaba ausencia de vida. Ya sea porque la penetraron las voces de los Payán, los cantos de los jaraneros o porque la muerte nunca la enteró de su llegada. Cristina se fue llena de los espacios que sembró para fomentar la cultura popular. El último guiño de Cristina fue el que siempre le conocimos. El ceño traslucía paz, tranquilidad. Por eso Payán Ina la arropó con sencillez extrema para el último viaje. Por lo mismo, cuando a Ina le preguntó una amiga cercana: ``¿cómo puedo ayudar?'', la respuesta fue inmediata: ``recorriendo las calles de Coyoacán para saldar las cuentas pendientes de mi madre con los artesanos''. Así lo cuentan los Payán: Cristina tendía la mano hacia abajo. Y sé que así la vivían y querían quienes con ella laboraban en el Museo Nacional de Culturas Populares.

Quisiera también decir que su partida es incomprensible, indigerible e injusta, pero no me atrevo: la muerte no habla de justicia. Tampoco comprende, tampoco dialoga. Lo que sí puedo, en cambio, es lamentarme. Lamento la prisa de la muerte. Quince días antes del deceso, Cristina era toda Cristina: desbordaba salud y optimismo. También fascinación. Regresaba de un largo viaje llena de ideas que sin duda enriquecerían la vida del museo. Su mirada y preguntas, como siempre, eran hacia adelante. No había dolor ni merma física visible. Sólo requería curar su cansancio y eliminar la fiebre. No había tiempo ni espacio para la enfermedad. Aguardaban demasiados asuntos. ¿Quién tiene tiempo de enfermar? ¿Quién habría pensado que esa fiebre era el fin?

Ni el cáncer ni la muerte avisaron. En eso sí falló la lógica de la vida. A Payán Emilio le preocupaba cuándo, cómo y por qué inicio el Mal. La respuesta muda confirmaba que las lógicas de la muerte nada tienen que ver con las razones que solemos esgrimir para explicar la vida. Mi reclamo es otro. La muerte que toca, que se asoma, que habla, permite fortalecer el espíritu de quienes se quedan y ocasionalmente también de quien se va. Esos avisos, los que permiten construir la despedida, el adiós, no los tuvieron los Payán. Y ese ayuno duele.

Queda un consuelo. Cristina murió sin dolor, sin saber que moría. De haberlo sabido, no habría fallecido.