La Jornada miércoles 16 de julio de 1997

Rolando Cordera Campos
Después de los votos, política y responsabilidad

Los resultados electorales trajeron consigo una nueva y abrumadora carga de problemas y retos para una política democrática que, bien a bien, todavía no tenemos. Con la elección más tranquila y libre que hayamos tenido jamás, vienen también los desafíos más peliagudos que la larga transición y sus transinautas hayan imaginado.

No sobra insistir en que se está, estamos todos, frente a los saldos acumulados de un aluvión de cambios de época en la cultura, la estructura social y la demografía mexicanas. Pero inmediatamente hay que agregar que sobre todo en los últimos tiempos todas estas mutaciones empezaron a girar en torno del avance político. Según las visiones más optimistas, sería este avance el que les daría a aquellos cambios profundos un sentido racional y productivo.

Tan sólo por esto, que en mucho tiene que ver con las expectativas creadas pero también con hipótesis bien fundadas sobre la evolución de nuestra economía política, la fórmula de la transición democrática se volvió idea fuerza, y la democracia devino la lingua franca del intercambio político nacional. Las profecías y lugares comunes de tantos pontífices de la imposibilidad democrática y del salvacionismo de los notables, son las que ahora, después del 6 de julio, llevan la carga de la prueba.

La pluralidad política se concretó en unas cuotas y magnitudes que no son sorpresa, pero tampoco formaban parte de certidumbre alguna, con el perdón de nuestros denodados y, en casos, acertados y diestros encuestadores. Este despliegue democrático contó además con una institucionalidad eficaz y comprometida en el IFE y su funcionariado, que contra el viento y la marea de la suspicacia metódica demostró que se podían tener elecciones limpias y libres, y resultados prontos y seguros.

Podemos hablar así de que el país vive la hora de la política, aunque podamos avistar en el panorama unas corrientes profundas cuyo movimiento afectará todavía más el ya cambiado escenario de la política mexicana rumbo al año 2000. Se empieza a disputar ya la Presidencia, pero el piso para hacerlo cambió y no ha encontrado subsuelo sólido.

En primer término, hay que anotar que con todo y su cuarenta y pico por ciento de votos federales, el PRI perdió en instancias fundamentales de la gobernabilidad que era propia del sistema presidencialista y autoritario que hace mutis. Perder la plaza mayor de la capital de la República y dejar de ser mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, no es cosa menor ni contingente, aunque luego, en el tiempo, la democracia los vuelva eso: aconteceres comunes de la política normal. Por lo pronto, no es así.

No se trata de hechos aislados ni de ocurrencias transicionales. Mucho menos de eventos cuyas implicaciones pueda superar de manera fácil o automática la nueva normalidad democrática que se abre paso a través de la competencia electoral y el pluralismo partidista. La competencia es buena y hasta sana, pero no cura milagrosamente.

Los temas referidos reclaman, más bien, de reformas urgentes y lo mejor hechas que se pueda, dentro del partido perdedor, y precisamente en los nichos donde su derrota adquiere pleno sentido: en el gobierno de la ciudad de México y en el Congreso de la Unión. En la precisión sobre las relaciones y atribuciones del gobierno local con el federal, así como en las formas de gobierno interno y las disposiciones legales que definen el papel del Congreso y sus vínculos con el poder Ejecutivo. Son, sin más, reformas de Estado y del Estado que las elecciones por sí solas, con los resultados que se quiera, no pueden llevar a buen puerto.

Por último, pero no menos importante. Debajo de las derrotas y las sorpresas, está la corrosión priísta, que sigue en ebullición y afecta los núcleos centrales de operación y mando de esa formación política. Afecta también, tal vez de un modo decisivo, el alma del priísmo y sus visiones y concepciones de la política misma. Y nada de esto, tejidos y corazón, es poca cosa; no lo es para los priístas, pero tampoco puede dejar a los que no lo son impávidos y ajenos: han sido demasiados los años en que todos hemos tenido que vivir, convivir y hasta sobrevivir al PRI, como para ahora pensar que podemos hacernos a un lado.

La reforma y normalización del PRI forma parte así, nos guste o no, de la reforma misma del Estado. El costo de olvidarlo o soslayarlo, puede ser resignarnos a que la policía siga presa de la primera plana de la nota roja, o se vuelva la primera víctima propiciatoria del reclamo que emane de una eventual ``frustración'' democrática.

En el fondo, lo que tal vez estemos viviendo sea un reacomodo territorial y económico, geográfico en el sentido profundo del término, de las relaciones del poder en el nivel nacional y en el internacional, del que puede emanar un nuevo perfil del sistema político en su conjunto. Puede llevar, sin más, a la desaparición del PRI y a una extraña, indeseable, reconversión bipartidista del formato político-electoral mexicano. Estas no son fumadas de la transición, sino fumarolas del volcán político que puso al descubierto la votación tranquila del domingo.

Como puede verse, llegó por fin el tiempo de la política, pero también y para ya la hora de la responsabilidad. Las reformas y resistencias ante los vaivenes hostiles del cambio no nos caerán del cielo o de Los Pinos. Alguien, destacadamente los partidos y sus legisladores, el Presidente y sus estrategas, los medios que comuniquen y expliquen en vez de ofuscar y crispar, tendrá que realizarlo. Y para ello, más que destreza lo que se necesita es de hombres y mujeres políticos y responsables.