Cuando con motivo de los temblores de tierra de 1985, varios gobernadores de estados en los que se habían sufrido estragos por el fenómeno comparecieron a una especie de reunión de la República, convocada con varios días de atraso por el desconcertado presidente Miguel de la Madrid, la actitud del mandatario de Michoacán, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, contrastó con la de sus colegas de otras entidades, entre los que se encontraba el inefable Ramón Aguirre, quien gobernaba por entonces (es un decir) la zarandeada capital del país.
Mientras varios de los gobernadores expusieron ante el nutrido público --integrado por dirigentes políticos, sindicales y empresariales-- lo que había pasado en las entidades a su cargo, como si hablaran ante el emperador, repitiendo varias veces y con voz engolada el consabido ``señor presidente'', añadido siempre de elogios, cortesanías en abundancia y agradecimientos anticipados; mientras a más de uno de los oradores sólo le faltó ponerse de tapete del ``primer mandatario'', la actitud del gobernador de Michoacán fue de total sobriedad, acorde con la trágica situación del país, seria y congruente. Comenzó con un cortés pero seco ``señor presidente'', continuó con la exposición de la situación de su estado, con un balance de las desgracias ocurridas y una relación de las medidas que ya se habían tomado y de las que se habrían de tomar de inmediato. Se trataba del gobernador de un estado soberano que hablaba al Presidente de la República con respeto, pero de tú a tú, como debe de ser en una sociedad de iguales y entre dos funcionarios con cargos paralelos, aun cuando en ámbitos distintos.
Hoy, a 12 años de distancia, nuevamente el gobernador Cárdenas --ahora electo de la capital, la ciudad más poblada de la nación y también, como se ha insistido (y ahora ha quedado probado), la más politizada-- se reúne con un Presidente de la República y lo hace con la misma dignidad y cortesía que entonces, y el Presidente, en un gesto que lo honra, responde a la misma altura o, como dirían sus amigos y partidarios, da él el primer paso, lo que yo no rebatiría.
Lo importante del hecho es que un político de oposición se reúne con el primer mandatario de la nación, tradicionalmente el hombre más poderoso de ella, con poderes constitucionales vastos y con poderes metaconstitucionales más vastos aún, y lo hace con toda la dignidad que le dan su propia posición, ganada en años de militar a contrapelo del régimen y el apoyo de más de un millón y medio de votos a su favor.
Los mexicanos que creemos en la dignidad de todos los integrantes de la sociedad y que repudiamos el autoritarismo en el que por décadas hemos vivido, debemos manifestar nuestra complacencia tanto con la actitud presidencial, como con la postura adoptada por el gobernador electo de la ciudad de México; pensamos que así se deben tratar los asuntos políticos, a la luz del día, ante la nación misma y con el debido respeto al interlocutor y a la propia representación.
Los acuerdos en estas circunstancias son lo de menos, aun cuando es muy cierto que son importantes en su nivel y a todos nos interesará saber si el nuevo gobernador lo hará con libertad y autonomía plena o si lo hará bajo candados puestos en el Estatuto de Gobierno. Pero nos debe interesar más el tono adoptado; la forma, que si no es fondo como lo pretendía Jesús Reyes Heroles, sí es básica para darle al contenido la plenitud de su valor y significación.
La foto de portada de La Jornada de ayer es más que elocuente; el Presidente y el gobernador electo dándose la mano, sonriendo, civilizadamente y con respeto recíproco, han estado a la altura de los ciudadanos que participaron (participamos) en la votación del 6 de julio pasado. Ahora nos toca esperar y luchar para que así sea, que no haya atrás dobles intenciones, trampas posibles, apuestas a la ingobernabilidad. No en balde la sabiduría popular dice que la mula no era arisca, los palos la hicieron.