No encuentro en esta semana un tema económico que valga la pena ser tratado con especial interés. Lo cual, seguramente, se debe a mis cansadas antenas. Sin embargo, hay un tema que podríamos llamar pedagógico, y que tal vez algún interés encarne. ¿Qué significa hoy enseñar economía o temas circunvecinos a jóvenes que ya no creen en nada y, sobre todo, no creen en sí mismos? La respuesta está incluida en la pregunta: un profundo sentido de inutilidad; un insondable aburrimiento. Se tiene la impresión de que un velo de fina arena gris se ha depositado en la fantasía de nuestra juventud. Pocas cosas, y por poco tiempo, capturan su interés.
Algo está cambiando en el mundo: comportamientos económicos, expectativas de empresas e individuos, fórmulas de acción. Estamos viviendo una brusca aceleración del tiempo histórico que nos obliga a la atención. Crisis económicas, un desempleo que es cáncer cada vez más difundido en el planeta, países que surgen al escenario con ímpetus desconocidos y otros que no terminan de encontrar el camino. Productos que satisfacen necesidades que alimentan otros productos. Hay que renovarse para seguir el camino, pero también hay que seguir siendo sí mismos para no perderlo del todo.
Lo más importante es que hay mucho que aprender, para no marearse en las corrientes del presente. Y así me asombro cuando encuentro jóvenes estudiantes que no parecen tener interés en casi nada de aquello que los rodea. ¿Cómo no sentir interés en la China que se traiciona y se confirma cada día; en la Europa que nace; en un TLC que está comenzando a cambiar muchas cosas; en las mezclas de políticas económicas que a veces funcionan y otras veces no? Y sin embargo, no. La chispa de la existencia, este vago deseo de saber y saberse, no se prende. No digo siempre ni para todos, pero sí a menudo y para muchos. Y ya esto es suficientemente grave. Tenemos una juventud con rasgos preocupantes de una enfermedad que podríamos llamar desidia, desaliento o algo similar. Ni todos ni siempre, repito, pero algo recurrente.
Alguien podría alegar que no es fácil no ser abúlico cuando se recibe una educación rutinaria que sólo considera digno de interés el primer tercio de los estudiantes. Nos podrían acusar de haber cultivado un excesivo deseo de estudiantes brillantes y predecibles: una especie de clones culturales de nosotros mismos o de aquello que quisiéramos ser o haber sido. Nos podrían acusar por habernos olvidado de aquellos que no son los primeros. Pero ¿es que ustedes, acaso, lo son? --podrían, con inocultable legitimidad, preguntarnos. Y ahí, naturalmente, comenzarían a cimbrarse algunas de nuestras profesorales cabezas.
Tal vez ellos (los jóvenes) sean la respuesta instintiva a una voluntad demasiado exigente y al mismo tiempo intransigentemente cínica. La de los más jóvenes entre nosotros (quiero decir, los profesores) que parecerían sentir el deseo compulsivo de enterrar definitivamente los sueños de los padres. Y así los estudiantes de ahora que se aburren frente a los cuentos tanto de sus padres como de sus abuelos. Tal vez en esto no perderían mucho, pero lo que preocupa es que mientras renuncian a los valores de sus ancestros renuncian también a observar el mundo que cambia y que ya comienza a ser suyo.
Escuché decir a un joven maestro que prefería la educación borbónica (maestros encarnación de la verdad y estudiantes encarnación de obsequiosa pasividad) a cualquier otra. Moraleja: nuestros jóvenes maestros que quieren legitimar su ausencia de sueños y siembran sobre sus alumnos una pátina espesa de desaliento y cinismo. Nosotros, los más viejos, que intentamos explicar que los nuestros no fueron sólo errores y comenzamos a mirar hacia atrás para buscar caminos hacia delante. Y los más jóvenes que, presa de hartazgo intelectual, se entregan alegremente a la ignorancia. Están trabadas las generaciones; pero, como siempre, se irán destrabando.